El convento de Santa Clara de Asís
La más antigua Habana entre sus muros.

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UN VIEJO CONVENTO CON UNA CIUDAD ADENTRO

Tras los vetustos muros del Convento de Santa Clara surge la ciudad antigua del romance y la leyenda

La calle Samaritana – La Casa del Alcalde – El cementerio- Vía San Cristóbal – Las cocinas – El primer baño público – El Pozo de la Madre – La iglesia – Recibidor de las monjas – Exposición comercial.

Mucho se ha dicho y escrito durante estas últimas semanas sobre el secular convento de Santa Clara de Asís.

Su descubrimiento —ya que este nombre le podemos dar a su hallazgo, por parte del público— sorprendió agradablemente a todas las clases intelectuales de la Habana que durante años y años se paraba delante de los macizos muros del silencioso edificio, sin sospechar que estas paredes envolvían reliquias históricas de valor y durante años también, se creyó que los vestigios de la Habana antigua, excepto naturalmente los que todos veían, habían desaparecido.

Cuál no fue la sorpresa de la gente al saber un día que en una de las partes más populosa [sic] de la ciudad existía su primer mercado, su primera fuente pública y trechos enteros de calles perfectamente conservados. Todo el mundo comenzó a interesarse de los progresos de las obras realizadas en el convento y entonces pasó lo inevitable; sendas leyendas empezaron a circular sobre las partes históricas del vetusto edificio, leyendas no respaldadas a veces por el menor indicio histórico, pero de cuyas ficciones hacía pasto el público. No es que las leyendas no sean interesantes; son la forma primordial de la Historia y por esto son augustas y respetables.

Pero se abusó algo de la credulidad del público, sobre cada uno de los restos antiguos se forjó una tradición ficticia e incierta. Se estuvo hablando mucho, por ejemplo, del famoso subterráneo descubierto casualmente al golpear una de las paredes de la iglesia, inmediatamente surgió la novela: era un pasadizo que conducía probablemente bajo toda la Habana antigua, al convento de San Francisco. El tal pasadizo es una realidad, una cripta que era usada como osario por las monjas. Se habló de un tétrico traslado de los huesos de unas cuatrocientas monjas, desde el subterráneo al sitio donde se halla ahora el nuevo convento, con fines más o menos fantásticos. Este traslado fue hecho en realidad, pero sólo hasta el cementerio del mismo convento de Santa Clara, por la simple razón de que la cámara subterránea se inundaba. Sobre la «Casa del Marino» mismo no se sabe nada cierto.

EL MESÓN DEL TÍO PACO

No es que quiera decir con esto, que el lado anecdótico no existe en el Convento; a algunos lugares de él se une una tradición verídica; pero su positivo y gran interés está en el cuadro que nos ofrece de la vida que llevaban nuestros abuelos remotos, a través de sus pintorescos restos.

Las seculares casitas —algunas de ellas datan de la época en que la Habana no tenía más de doscientos habitantes—, sus jirones de calles, el mesón del Tío Paco, una ventana con rejas de madera torneada, un rincón de un techo artesonado, deben de inspirar un religioso respeto a toda alma artista. El que sepa visitar este edificio, hallará a cada paso rasgos ínfimos que lo maravillarán.

Recuerdo mi sorpresa al fijarme casualmente en un candado que cerraba una de las puertas del camino que conduce al cementerio y al ver sobre una enmohecida tapa colocada sobre la cerradura un dibujo que representaba un tosco árbol por el estilo de los que pintaban en sus cuadros los «Primitivos» flamencos. Era una verdadera pieza de museo y como esta se pueden hallar varias en el convento.

PLAZOLETA DE LA VÍA SAN CRISTÓBAL

Desde afuera no presenta nada notable. Altas paredes desnudas, interrumpidas a veces por una puerta o ventana claveteada, velan completamente su interior. Apenas se penetra en él, comienza a inspirar interés.

Entrando por la calle Habana, y después de atravesar un vestíbulo desprovisto de adornos, un extenso patio alargado, a lo largo del cual corren las arcadas del claustro se presenta a nuestra vista. Inmediatamente se nota algo extraño; hacia la derecha el patio está flanqueado por una pared donde se ven ventanas con barrotes de madera dura torneados y puertas de tamaños desiguales. Éstas dan acceso cada una a un pequeño departamento independiente e incomunicado, con un jardincillo propio en el fondo y un pilón para recoger las aguas de lluvia. En algunos de estos jardincillos, perfectamente tapiados, crecen higueras y otros frutales. Esta disposición hacía de cada departamento una casita separada que daba sobre la galería del claustro, que era en el origen una calle llamada: la calle Samaritana. En el patio —en otros tiempos Plazoleta de la Vía San Cristóbal— se alzan entre vegetaciones múltiples varias casitas bajas, de techos de teja y paredes exageradamente gruesas construidas de mampostería, que tienen la particularidad de representar el primer estilo de construcción cubana, que consistía en formar el esqueleto de la pared, de madera, colocando vigas verticales, reuniéndolas por otras menores puestas oblicuamente y echando la mezcla de piedra y cemento en los espacios que dejaban entre sí. De estas casas, las más interesantes son: el primer matadero y la Casa del Alcalde. La primera, edificada como ya lo he dicho, tiene varios cuartos pequeños con ventanas resguardadas por las inevitables rejas. A un lado tiene un foso cuadrado, de piedra, donde se tiraban las piezas grandes, y contra una de las paredes exteriores hay unos extremos de vigas dejados fuera para utilizarlas colgando en ellas las carnes.

LA CASA DEL ALCALDE

La Casa del Alcalde se halla junto al Matadero; sin diferenciarse de él como construcción, es algo más chica y consta de un portalito con columnas de madera y varios cuartitos muy angostos. Como lo indica su nombre, era la casa de los alcaldes en esta época remota en que la Habana aún no tendría Alférez ni alguaciles, dada su poca importancia. Rodeada de bohíos, esta casa debía de parecer magnífica a la población compuesta en la mayor parte de indios y no excediendo en número, de unos doscientos habitantes, sobre los que el Alcalde —tal vez algunos de estos que protestaran de las leyes que el Virrey Altamirano promulgó contra ellos por menosprecio a los «justicias»— ejercía una autoridad paternal, investido del poder supremo por la posesión de la «vara».

EL CEMENTERIO

Hacia la derecha del patio un camino conduce al cementerio. El tal, es una sala rectangular bastante grande, contra cuyas paredes interiores existían fosas, hoy tapadas, donde se enterraban a las monjas muertas en el Convento. Contra el muro del fondo había antes una cruz negra de bastante dimensión. En sí este cementerio carecería de interés, sin el atractivo que le prestan los contornos. A su izquierda mece su enramada un árbol centenario, que por el ancho de su corteza nos indica una existencia comenzada antes del Descubrimiento.

Bajo su copa se hallan gruesos bloques de piedra, donde las monjas acudían al atardecer para sentarse y llorar a veces la muerte reciente de otras compañeras.

LAS COCINAS

Al otro lado, se alzan diversos edificios antiguos que no tienen gran mérito si no es por la construcción de algunas de sus paredes, hechas de un material que con el tiempo ha formado en sus superficies leprosas, líneas redondeadas que recuerdan vagamente las zonas concéntricas que se ven en las calcedonias. Cerca de esto se encuentran las cocinas, cuya curiosidad son las macizas mesas de piedra y el enorme fogón que ocupa el ancho de toda una pared.

Junto a las cocinas hay varias cámaras que tienen un piso de color amarillo, que según la leyenda, están constituidos por una mezcla a base de yemas de huevos. Saliendo del primer patio o plazoleta de la Vía de San Cristóbal, se cae en otro de mayores dimensiones y de forma cuadrada, donde se ven, rodeadas de vegetación, varias construcciones de aspecto bastante parecido a las que he descrito anteriormente como Matadero y Casa del Alcalde. La pieza más curiosa y más original del convento entero se halla en este patio y es la primera fuente pública de la Habana, construida aproximadamente en el año 1522. En medio de una fosa alargada cuyos bordes de piedra sobresalen apenas del terreno, se alza un grueso pilar terminado por una pesada cornisa y coronado de una especie de tosco frontón triangular, a ambos lados se apoyan dos ménsulas invertidas cuyas molduras le comunican bastante esbeltez y en sus caras se divisan pequeñas hornacinas, vacías ahora, pero destinadas en la época a alguna sacra imagen que inspiraría piadosos sentimientos a la población que, a veces, se dejaba llevar demasiado por su amor al juego cuando las leyes del Virrey afectaban de ignorar los «vistos».

EL PRIMER BAÑO PÚBLICO

Cerca de la fuente, hay una casita, idéntica como construcción a la Casa del Alcalde —tejas criollas, paredes de mampostería—, y que tiene un solo cuarto, donde se abre una excavación oval de unos dos metros de largo, que era el primer baño público de la Habana. Más lejos se ve una pintoresca plataforma de piedra, con postes puntiagudos en los ángulos, y sobre la que están colocados los brocales de dos pozos, terminados cada uno por un semicírculo de hierro con una cruz en la parte más alta. De allí se divisa el primer mercado, que es verdaderamente una pieza curiosa.
Unos pilares espaciados y que forman un cuadrado, sostienen un techo de tejas de cuatro corrientes. A cada ángulo, saliendo algo de los pilares más gruesos, se halla una fuente, y entre una y otras se conservan antiquísimas tablas carcomidas, donde los vendedores exponían sus comestibles.

Es fácil pensar en el bullicio que debía formarse los días de mercado alrededor de estos toscos mostradores, donde una vez que otras moverían pesadamente su carapacho algunas de estas «hicoteas», que tanto alababa el buen Balboa, haciéndole sentir a la población la dicha de vivir.

En esta ilustre villa generosa/ abundando de frutas y ganado/ por sus flores alegre y deleitosa, como lo sentía de Bayazo el excelente obispo Fray Juan de las Cabezas, el héroe del primer poema escrito en Cuba.

EL POZO DE LA MADRE

Cerca del Mercado hay un pozo al que está ligado una leyenda cierta. Lo llaman «el Pozo de la Madre», y las monjas pretendían que la veta que le suministra agua pasa justo debajo del altar de la iglesia y por lo tanto, que es milagrosa. Se conserva el recuerdo de personas notables que acudieron en distintas épocas al Convento, para beber un poco de la santa agua.

LÁGRIMAS Y ANGUSTIAS

A la derecha del segundo patio, hay dos calles de piso de ladrillos con una depresión en el centro, que debía de ser un continuo charco, y que son de las más típicas de todo el Convento. Tienen nombres algo tristes: una es la calle de Lágrimas y la otra de la Angustia; en la esquina que forman se halla la famosa «Casa del Marino».

Es de dos pisos, y en el superior tiene un balcón con baranda de madera torneada, bastante parecidas a algunas que se ven en ciertas calles de la Habana antigua. Las leyendas que sobre ella se han publicado, repito, no están fundadas sobre ningún hecho cierto, y en sí no tiene sino un detalle bastante curioso; la fachada entera se halla cubierta de crucecitas, aunque poco visibles.

Cuando se inaugure la exposición que en el Convento tendrá lugar, presentará un interés mayor, pues se ha ideado amueblarla para esta fecha, en el carácter de la época en que fue construida. Frente por frente se ve un edificio de aspecto algo más moderno. Es el llamado «Mesón del Tío Paco» o «Mesón del Andaluz». En el origen parece más bien haber sido una panadería que una taberna, pues se distingue con trabajo, inscripta en una de sus maderas un letrero que dice:
«Casa del pan».

Aunque esta esquina tiene un gran valor por su aire pintoresco, su interés arqueológico es menor a mi juicio que, por ejemplo, el Mercado o la Fuente, construidos en una fecha mucho más antigua y cuyo aspecto primitivo se buscaría en vano en la Habana de hoy.

LA IGLESIA

Volviendo al patio donde se encuentra el Mercado, y dirigiéndonos en sentido opuesto a la entrada, se va a dar en la Iglesia.

Encierra detalles dignos de atención. Su cielo de madera está admirablemente labrado; de trecho en trecho tiene gruesas ménsulas que siguen cierta curiosa ley de deformación al llegar a las esquinas, y a uno de los lados hay balcones enrejillados, desde donde las monjas podían oír misa sin ser vistas por los fieles. Accediendo a estos balcones por el piso superior, se ve una inscripción en latín colocada entre los capiteles de dos de los pilares principales y que se refiere a la fecha de la fundación del Convento. Lo que de ella es inteligible dice así: «CAVO ESTA IGLESCIA AÑO DE 1643/ MARJV DE SALAS Y ARGUELLO».

Es fácil comprender porqué [sic] el convento contiene tantas casas diferentes y sin relación alguna con el plano principal.

Al construirlo, se encerró en los muros y el claustro de los edificios pequeños que se plazamiento. Después del año de 1643, en que el convento no se componía más que de lo que es hoy la iglesia y la parte que rodea el patio donde está el Mercado, se decidió ampliarlo más, y entonces se fueron comprando las casas que lindaban con él, dejándolas tal como estaban y rodeándolas solamente del muro cada vez mayor. Así llegó a ocupar la extensión que tiene hoy, conservando perfectamente en su seno todos los vestigios del origen.

Ya que no por el hallazgo del pseudo pasadizo subterráneo, la iglesia está poetizada por una leyenda perfectamente verídica, pero tan dramática y a la vez tan encantadora y completa de sí, que en otra ocasión la daré a conocer con toda la amplitud que merece por su originalidad.

RECIBIDOR DE LAS MONJAS

Otros detalles hay muy interesantes en el vetusto edificio; tanto su hospital con sus salas enormes y sus bóvedas artesonadas, o sus escaleras de piedra desgastadas, o bien los extraños pilones de agua o pozos que se hallan a cada paso; pero uno de los más notables es el recibidor de las monjas. Se compone de una celda pequeña, donde era admitido el visitante, en el fondo de la cual hay una ventana con dos rejas separadas por algo como un pie de distancia, y que comunicaba con un pasillo practicable para las monjas. Una de las rejas, la exterior, es de madera dura imitando el hierro y perfectamente lisa. La segunda es de hierro y penetran los barrotes unos dentro de los otros en las intersecciones, pues están dispuestas de modo que con esta doble barrera de cabillas entrecruzadas, la monja no sea visible a los ojos del que viene a verla.

Junto a la reja, hay un agujero que atraviesa la gruesa pared y en la que corre una especie de gaveta, que servía en caso de que el visitante quisiera entregarle un escrito.

HOGUERA DE LA MENTIRA

He enumerado casi todas las curiosidades que encierra el Convento.
Como se ve, todas son dignas de atención, y tienen un mérito propio indiscutible, sin que haya la necesidad de adulterar en su favor, la historia, con falsas leyendas. Éstas existen, pero requieren estar sometidas a un examen riguroso, después de salir de la boca de los que las cuentan, para que se les pueda presentar verdadero crédito.

Es de recordar la indignación de las monjas de Santa Clara, cuando, muchos años ha, una condesa de rancia alcurnia publicó una obra sobre las leyendas del convento.
Esta obra constaba de tres gruesos tomos que encerraban interesantes cuentos, en que la autora hacía gala de una imaginación capaz de componer historias a lo Allan Poe, como a lo Vorágine, y tan ciertas unas y otras como las fábulas de Esopo.

Una anciana rica, algo beata, indignada de las invenciones de que eran víctimas las siervas del Dios en que ella creía, sacrificó parte de su fortuna en adquirir todos los ejemplares que pudo, de esta obra, y cuando agotó la edición, hizo con ellos una enorme hoguera.

Es probable que ya no exista ninguno de estos curiosos libros, aunque sería posible que alguna biblioteca privada, contenga uno.

SABOR DE ANTIGÜEDAD

Dejando a un lado la veracidad o no de los hechos que relatan las leyendas, y ocupándonos tan sólo de la parte histórica del convento, hay que convenir en que su estudio representa un gran interés para todo cubano.

Todos los países de la América Latina poseen recuerdos de su pasado: iglesias, palacios antiguos, casas, que son objeto de orgullo por parte de los habitantes de las naciones a que pertenecen. Según la creencia general, estos detalles no abundaban en Cuba; se veían una iglesia antigua de vez en cuando, un castillo, un pedazo de muralla aquí o allí, pero no verdaderos datos tangibles de la vida de los primeros colonizadores de la isla; no piezas que se remontaran a verdadera antigüedad (antigüedad relativa a América, se entiende). Pero ahora queda demostrado que en el mismo centro de la Habana existe esto y que estos rincones por los que los turistas extranjeros corren kilómetros en sus carros amplios bajo las vociferaciones de un «cornac» que nadie entiende, se hallaban lo mismo en Cuba como en otras partes.

Y me separo con cariño de estas agrietadas piedras, roídas por las épocas, que han visto transcurrir el tiempo interminable y perecer generaciones de hombres, pensando en el respeto religioso que se apoderará de cada alma refinada y verdaderamente cubana, al divisar bajo la hojarasca de los árboles tropicales, la casa donde vivió uno de sus primeros alcaldes, o la fuente donde venían a llenar sus cántaros las primeras habaneras.

Lina R. Valmont
Seudónimo atribuido a Alejo Carpentier

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