RAMÓN VELOZ

En Paris, bajo la luz difusa del otoño, le seguí el último rastro. Allí, donde ahora son otros, hijos del Magreb, quienes anuncian, como apenados, las extrañas frutas que arden en sus manos, y no hay el sol donde una tarde de 1928 vio, para inspirarse, a un negro reverberando alegría, con una lata colgada del brazo, los ojos repletos de cucuruchos de papel de estraza, avisando a las caseritas que probaran el maní- ese cacahuete caribeño cuyo nombre sirve para designar otra hierba de humos densos- antes de acostarse, con la gracia del doble sentido que se da en la isla de mis diversos corazones.

Allí, en la Rúe San Martín, en el corazón de Saint Denís, surgió, como por encanto, la voz de Mistinguet, aquella vedette de ojos tristes que hizo arder la ciudad en los desaforados años veinte, y que en los treinta era ya reina absoluta de Pigalle. Entre sus erres de dificultosa respiración, distinguí aquel pregón mundial de Moisés Simons, pero esta vez se llamaba La rumba d´amour, orquestada por la Créole Band de la Coupole, en una revista ofrecida en el Casino de la ciudad luz en 1931, y grabada el 11 de octubre de ese año por la artista de mirada inconsolable.

Entonces comencé a ver con los ojos del alma la ciudad que recorrió mi compatriota, el que encendió La Habana con más de una melodía contagiosa, y quiso que el  son y las sonoridades más calientes atravesaran el Atlántico e hicieran nido allí, como ya habían probado, con mucha suerte y no menos acierto, los Lecuona Cubans Boys, Rita Montaner, Sindo Garay, Antonio Machín antes de integrarse al corazón de España, los indomables hermanos Barreto en el Melody´s Bar de Montmartre, donde dicen que Moisés alejaba algunas noches la verde nostalgia de la isla, desde lo más alto de París, brindándole a la ciudad los destellos alegres de sus manos. En 1934 los reunió a todos para hacer estallar Montparnasse con el espectáculo La noche de los trópicos.

En las calles de Saint Michel sorprendí el fantasmal rostro de aquel pasado que se sigue arrastrando por este mundo de pena. Un disco de la mezzo soprano Susan Graham, grabado en el Carnegie Hall, me trajo al músico más vivo que nunca. En él había incluido una creación poco conocida que se titula El vagabundo. Así su nombre brilla entre otros grandes y llena mi corazón de brillos más serenos de los que hallé en el dormido Sena. Junto a Debussy, Brahms y Mahler, el nombre de mi compatriota lleva las alas de una sonoridad que remite a la ciudad de La Habana, donde naciera un 24 de agosto de 1889, hijo del músico vasco Leandro Simón, que le enseñó a cazar en el aire esos sonidos que cuentan la historia del corazón humano. Aquel padre musical le transmitió otros secretos que le sirvieron para ser, desde los nueve años, organista de la iglesia del barrio Jesús María -repleto de cadencias africanas- y maestro de capilla de la iglesia del Pilar.

Conmovido más tarde por esos hallazgos; transido aún por el cielo implacable de París, le he seguido buscando hasta aquel primero de marzo de abismal desolación en que se nos vino a morir en Madrid, en 1945, a punto de que terminaran los horrores de la guerra que volvió a hacer panteras a los hombres. No llegó a ver a Judy Garland cantar compases de su creación más redonda, la que hiciera triunfar en New York a Machín con la Orquesta de Don Aspiazu, que había grabado Rita en Cuba en abril del 28, para que Sachtmo pusiera en ella una trompeta de escondida angustia, con el nombre sajón de The coconut vendor, que grabaron en pleno delirio de imaginación los escarabajos de Liverpool, The Beatles, el 10 de enero de 1969, en las brumosas sesiones de Let it be.

Más allá de que sea cierto o no que la letra de El manisero la escribió de prisa, sobre una servilleta, a cuatro manos con un amigo bohemio y periodista, en uno de los cafetines del Paseo del Prado, lo verdaderamente importante es que abrió con ello un universo más amplio para mi música, en un nuevo camino donde entraba el exultante dolor de los pregones populares, aquella gracia nacida de la supervivencia con destellos geniales. Del amor que sintió Simons por la hermana de aquel amigo cómplice nació uno de sus cantos de más fina fibra, Marta, donde confiesa que encuentra a Dios en sus pupilas de azul aurora.

Yo le evoco mejor en otra creación suya que resume sabiduría y gracia: Chivo que rompe tambó, que en la voz de Bola de Nieve se llena de todos los guiños posibles. Le imagino entonces desmesurado, desbordándose en aquella Habana que de pronto le quedó pequeña un día, dirigiendo zarzuelas en el teatro Martí, escribiendo crítica musical, informándose de nuestro folklore, e innovando las nacientes jazz band a las que llevó a experimentar con el danzón.

Su vida azarosa fue contada ya por Oscar Hijuelos en su novela Una sencilla melodía habanera. No me extraña. Yo recogí esos fantasmas en el aire de París, en ese invierno donde la voz de Mistinguet me trajo una isla remota sobre el viento. Detenido en ella, para siempre, abriendo su corazón al mundo, Moisés Simons me reafirmaba que el universo entero cabe en una melodía, en un grito, en el anuncio que hacían los negros en el malecón habanero para que las niñas abrieran sus balcones por donde iba a entrar por fin el sueño.

Cuando la silbo en otros inviernos, la tierra no tiene entonces fronteras.

Ramón Fernández-Larrea, en Barcelona diciembre del 2003

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