RAMÓN VELOZ

En sus manos se fue aquel tiempo hondo y descarnado, donde los hombres labraban piedras en la noche, sin saber que eran diamantes; puro y celeste fuego, lanzado como una alfombra para el amor y la pureza. Su rostro desolado, caminó bajo la noche de La Habana, y fue de los que supo poner las cosas en su sitio, es decir, como debían ser las espinas de la vida en el ensueño lento del corazón.

Había nacido cerca de los peces, respirando la serena fragancia del mar de Caibarién, el 17 de junio de 1880, en una isla que aún no era país, y que más tarde sólo logró serlo a ratos. Tal vez por eso, y por la soledad profunda que le marcaría para siempre, se refugió en el bosque de las palabras hermosas, y en las cuerdas de su guitarra que fue su hermana y su sombra.

Llegó en 1895 a la capital, que era entonces una villa de sueños empozados, rodeada por el fuego de una guerra, y halló sustento en el sereno oficio de tabaquero, como para estar consigo mismo en medio del humo y la vastedad de aquellas naves silenciosas. Pero empezando el nuevo siglo salió a la noche insular a derramar, en terrazas y bares, lo que le inundaba el corazón.

Perseguido por el hambre y el desamparo de las madrugadas, Manuel Corona supo ver lo bello entre tanto espanto. Hizo de las palabras un refugio, con la orfebrería del sufrimiento humano, y desafió una época donde el arte era menos que nada, y los hombres no podían dedicarse a la creación a tiempo completo. La guitarra y la desolación fueron sus compañeras inseparables.

Si a algún cantor le deben lo impagable las mujeres de mi tierra, es a aquel mulato espigado, que robó sus nombres y sus esencias con sólo una mirada, y las sembró, con delicado candor, en la sed infinita del futuro. La canción “Mercedes”, escrita y estrenada en 1908, le abrió algunas puertas en las peñas. Su nombre estuvo ligado a aquel nombre de mujer desde entonces. No hay alma sensible en este mundo que, alguna noche de fragores o tristezas, no haya sentido en la sangre parte de aquel ruego, que es también un retrato fervoroso de la dulzura femenina: “Mercedes la que a mi alma consuela sin cesar,/ que siempre me ha querido con férvida pasión”, para terminar casi en un rezo que da, en su sencillez, la soledad insondable del trovador errante: “No me desprecies nunca, pedazo de mi vida,/ para vivir tranquilos queriéndonos los dos”.

Dicen las lenguas de toda laya que le veían frecuentar lupanares, en la madrugada de los barrios más perversos. Allí encontraba el calor y la ternura que las casas decentes le negaban. Allí alimentaba su espíritu y su estómago. De aquellas penumbras salían historias de amores imposibles que recibimos hoy, sin preguntar qué mujer de mala vida le saturaba el corazón al poeta. Mejor así, en el bando de los humildes, cerca de la desesperanza, porque le hacía más humano. Y porque la flor de sus versos adornaba con una lumbre inigualable los salones malditos. Yo lo bendigo porque así la carne se acercó al fuego de su espíritu, y aquellas mujeres marginadas fueron rozadas por la belleza, y tuvieron de ese modo alta ilusión en sus vidas salvajes.

Es difícil descubrir en la vasta obra de Manuel Corona las motivaciones de sus cantos, porque él disfrazaba, como un Quijote cuya pesado yelmo era el abandono, los nombres de las damas que su pensamiento elevaba a diosas. Sucede así en “Santa Cecilia”. Yo le veo también rebordes oscuros a ese desgarramiento con nombre de mujer, que él tituló “Aurora”, y puede ser mujer o alba, donde eleva y desprecia, ama desmesurado y amenaza, y que siempre acude a mi mente en la voz que le prestó María teresa Vera, alumna y amiga, a la gran obra que nunca inscribió. Escucho a María Teresa desandar por esa canción, ya clásica, cargando un retintín de amarga infelicidad y bravura, diciendo: “Ay, Aurora, me has echado al abandono,/ yo que tanto y que tanto te he querido,/ con tu negra traición me has engañado/ y en el fondo del alma me has herido”, primera parte de una honda queja que continúa: “ Tú has tratado de engañar el alma mía,/ Oh, castígala, gran Dios, con mano fiera./ Que sufra mucho, pero que no muera…” Y terminar casi de rodillas, clamando, para esa eternidad que no soñó su dolido autor con: “Ay, Aurora, yo te quiero todavía”.

Menos peligro corrió aquella negra esbelta que nos legó Corona con el nombre mágico de “Longina”. Tuvo la suerte de quedarnos, descrita con respetuoso ardor, por embeleso del trovador, que, reverenciándola, pedía tal vez  una tímida sonrisa de aquellos labios de coral. En su ventura musical andan también “Adriana”, “Tu alma y la mía”, “Las flores del Edén”, “La Rosa negra” y “La Alfonsa”, polvos enamorados en el rostro del tiempo, pero que aquel fantasma de sombra ardiente lanzó a cabalgar sobre la música de las estrellas, poniéndolas acá y en el día insondable del mañana, con aquel “encanto juvenil” que logró cantar con fibras de su alma, ofrendándolas con notas de su lira, esa que volvió a blandir como sabio consuelo afirmando que “sólo mi lira/ me consolará”.

Pero quien piense que Manuel Corona únicamente creó tétricas remembranzas, burbujas de la angustia y el desamor, va equivocado a su encuentro. Muchas de las mejores páginas risueñas del devenir cubano salieron de su mano. Sones y guarachas, y hasta bambucos cubanizados, que en notas de cantarino sabor nos legó el bardo.

Sólo que se nos fue, como un arroyo que arde ante nuestros ojos, y deja humedad en las antiguas piedras. Murió el 9 de enero de 1950, apartado y solo, en una pobreza que todavía me duele al invocarla, como un árbol que se deshoja en el patio de una casa de la que todos se han marchado. Dicen que de hambre, porque en su andadura torrencial se preocupó poco por las legalidades de este mundo. Vendió canciones para comer al momento, y otros medraron con su herencia.

Convertido ahora en fantasma de amor, en aparición nocturna, no ha habido balcón de esos pueblos pequeños y lejanos de mi isla, donde alguna muchacha no haya sido puesta a levitar, en el jazmín de la noche, por uno de sus cantos, en una serenata que le iluminó con el fanal que auguraba su entrada al amor. A mí me acompaña desde siempre su sombra, la imagen dulce del hombre no letrado, que escarbaba palabras en la playa del mundo, para engarzar una de las joyas más brillantes de mi cultura.

Algunas noches, en esta distancia que ha puesto mi corazón, entra Manuel Corona en las diversas voces que nunca soñó, y que le acunan ahora, para no dejarlo morir otra vez en ese abismo terrible de la ingratitud.

Ramón Fernández-Larrea, Barcelona y julio del 2003.

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