RAMÓN VELOZ

No fue el “simalé”, aquel ritmo raro y fugaz que olía a marea nocturna, ordeñado por Enrique Bonne del misterio de la Tumba francesa.

Y tampoco el “pilón”, el otro golpe de contenida furia, donde sus manos y sus rodillas bajaban y subían, como ascendiendo a las verdes montañas de Baracoa, en el aroma de los granos enrojecidos del café que se iba desgranando bajo una paila cadenciosa y él gritaba, todo ojos, “ya lo aprendí, ya lo aprendí/ el pilón es sin miseria”.

No fue la broma que supo perdonarme con su “compay” condescendiente, mano en el hombro e invitación a ver un ensayo vigoroso de sus muchachos ya “pachuchos”, por donde andaba el hijo que retomaría más tarde su bandera, allá en la agujereada calle O´Reilly esquina a Habana, una tarde plomiza tras la cual no le volví a encontrar en ningún cielo porque ya casi iba a morirse.

Será tal vez la bruma de las noches en que aún no había nacido yo, y su modo de decir casi me estaba esperando. El humo ardiente y sensual del Scheherezada, el club nocturno donde muchos años después tuve cuerpos de mujer en mis brazos, pero nadie cantaba a aquella hora “Soy tu ley” como lo hizo Pacho Alonso. Y nadie la cantaría después igual, con esa manera dulcemente feroz de quebrar las últimas frases, como temiendo a veces ser rotundo, entre la indefensión y la seguridad en sí mismo.

Porque, más allá de sus jocundas gozaderas, su paso enfebrecido por ritmos musicales diversos en el aislamiento sonoro en que se convirtió la isla tras la llegada de unos libertadores para los que la alegría pareció siempre un pecado, Pacho Alonso es, para mí, una voz esencial del filin, entre la picardía y la culpa. Sé que no olvidaré más nunca en esta vida aquellas manos grandes suyas, que se abrían como si fuera a emprender vuelo, y con su mejor cara de búho entristecido, arqueando mucho las cejas, me enseñó que “Llorar es de hombre”, como si no quisiera hacerlo, pero obedeciendo la fuerza de ese torrente de agua fresca, indetenible en su bajada, que es el sentimiento que hace nuevos cauces dentro del alma.

Está claro que rescato también sus temas de alegría sin muros, con su estilo de no meterse en nada, pero afirmándolo para que no le culpemos. Cómo voy a borrar de su estampa momentos tan sublimes como “A cualquiera se le muere un tío”, que nos hacía normales y con idénticas penas probables en el resplandor de este amargo mundo. Cómo se me escapará aquella advertencia suya y de todos, que lanzaba al aire moviendo un larguísimo dedo, y casi poniendo expresión de disgusto, mientras se negaba a aceptar trampas sorpresivas con “Yo no quiero piedra en mi camino”. El niño que una vez fui aprendió mucho de Pacho Alonso, que se burló de sí mismo y de las convenciones estéticas, gozando profundamente mientras cantaba aquella guaracha que convirtió en himno: “Que me digan feo”.

Aprendió todas las trampas en la Orquesta de Mariano Mercerón, entre 1951 y 1954, flanqueado por dos grandes que convirtió también amigos de su sangre y sus modos: Fernando Álvarez y Benny Moré. Ardides que puso en práctica ya ese mismo año 54, con su gracejo oriental y la arteria de santiaguero hervor con que había estudiado la carrera de maestro normal para alternarla con el pentagrama. Así fundó una guerrilla de bravía estirpe, Pacho Alonso y sus Modernistas, semilla de una familia mayor que le duró veinte años: Los Bocucos.

Todavía en esos tiempos era solamente el ídolo de una parte del país, hasta que invadió las eficaces victrolas, se mudó a la capital y logró un contrato con la RCA Víctor, que le permitió sorprender a la isla total con ese susto gastronómico firmado por Marta Valdés: “Sorpresa de harina con boniato”, que es la otra punta ardiente de su sensibilidad. Yo sin embargo, me quedo en la media luz del nigth club del edificio Focsa, viendo girar el LP “Una noche en el Scheherezada”, donde, a pesar de su múltiple valía, supo recitar con el corazón las maneras vibrantes del filin, de un modo tan personal que se han hecho inimitables. Hay que escuchar su versión infinita de “Imágenes”, la canción de Frank Domínguez, para comprender cómo los hombres podemos aguantar el llanto y aparentar falsas indiferencias.

Lo guardo así mejor, casi solemne en esa pena que le apenaba transmitir, con la voz que se le escapaba hacia adentro, y saltaba luego, sorpresivamente para alargar la frase hasta la rama más alta, dándole  como un navajazo de sustos en el aire, para que salieran al cielo luces que no eran sangre, sino hilachas de un candor doloroso. “Las lágrimas no hacen ruido al caer”, como supo decir en esa complicidad donde le conservo y protejo. “Mejor será llorar, si es que consuela/ clavarme este puñal, aunque me duela”.

A pesar de que ahora no esté cerca. Aunque uno piense que no hay más, y un olvido escandaloso cubra la ciudad y la isla. Pacho Alonso, sobre el caballo brioso de la vida, transcurre sobre el tiempo que no se terminó el 28 de agosto de 1982. Su galope se escucha. Detenido y sin iguales, sigue cortando el aire con una mano muy larga, y nos avisa: “por eso mi corazón se muere, se muere, se muere”, sin esperar que comprendamos su dolor.

Como una llamarada. Como un lucero que parpadea y reclama. De la alegría a esa marea negra que nos ahoga ante la inmensidad.

Ramón Fernández-Larrea, en Barcelona y marzo del 2003.

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