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Entre las cuerdas de una rara guitarra que huele a caf\u00e9 oriental, aguardiente y coraz\u00f3n, anda Antonio Gumersindo Garay, Sindo, el Gran Fara\u00f3n. Peque\u00f1o, inquieto, con unos ojos estropeados ya de ver la vida, bajo un sombrero que no le deja pegarse al cielo. De tanto vivir, tiene la sombra un poco deste\u00f1ida, por eso su lugar sigue siendo la noche. All\u00ed convoca el mar bravo de la bah\u00eda de Santiago de Cuba, el olor m\u00e1gico del viejo barrio del Tivol\u00ed, los tormentos fieros que le llenaron de ascuas el alma ensombrecida, hasta formar demasiadas muescas, diminutas cicatrices que se esconden en el fondo de sus ojos peque\u00f1os y extraviados. \u00c9l lo sabe, porque aprendi\u00f3 solo, del viento y las paredes, el tama\u00f1o y color de las palabras con las que se dice amor y pena.<\/p>\n
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Le vi el d\u00eda de sus cien a\u00f1os, brev\u00edsimo, tr\u00e9mulo, como si le hubiera ganado un pulso a algo superior; como si la m\u00e1quina loca de la vida le premiara con tantas s\u00fabitas monedas, que en ese momento ya no sab\u00eda qu\u00e9 hacer con ellas. Sindo Garay con su guayabera que luc\u00eda humilde siempre aunque la acabara de estrenar; con sus gafas que no ten\u00edan nada que ver con \u00e9l, y aquel raro sombrero que parec\u00eda poner un l\u00edmite entre su brevedad y la tierra, entre su ansia victoriosa y la muerte, entre su esperanzada memoria abarrotada de labios de mujer y el triste olor de los olvidos. Yo era un ni\u00f1o y le vi, tan alto como otro ni\u00f1o aventurero, en la pantalla del televisor de mi casa, en el pueblo donde dijo que quer\u00eda reposar para siempre, que no era el suyo por derecho de nacimiento, pero s\u00ed por el otro derecho, el m\u00e1s grande, el que gan\u00f3 queri\u00e9ndolo, inmortaliz\u00e1ndolo.<\/p>\n
En los viejos muros de ese pueblo, las bayamesas incendiarias dejan el fulgor de su pasi\u00f3n y sus siluetas adorables, dejan la cadencia de su andar y el murmullo de sus amores devoradores. Sindo las dibuj\u00f3 en el aire para que se posaran luego, para siempre, en las aceras y las tejas. All\u00ed arden en la noche cargada de espectros, sirven para amar, para iluminar el pasado y con esa luz ver el futuro.<\/p>\n
Su tiempo fue un tiempo en que las palabras serv\u00edan, y ten\u00edan un peso que se llegaba a necesitar y atesorar. En \u00e9l toda sed era insondable o irresistible; todos mor\u00edan de amor o as\u00ed lo anunciaban; y unos ojos quedaban ardiendo en la memoria como nunca m\u00e1s ha vuelto a suceder en este mundo oscurecido. Los adjetivos crec\u00edan entre las cuerdas de las guitarras invencibles, como si fueran jazmines nocturnos, salvajes enredaderas que se sub\u00edan a la voz del ron y de las pasiones. Todo llegaba a la sangre, al infinito, a la traici\u00f3n de un gesto que Sindo y los dem\u00e1s clavaban en la nostalgia para que otros lo supieran: \u201cLas amargas verdades\/ que me dijiste\/ cuando en busca de amores\/ llam\u00e9 a tu pecho\/ no sabes el inmenso mal\/ que t\u00fa me has hecho\/ estoy muy triste\/ estoy muy triste\/ por aquellas palabras\/ que me dijiste.\u201d<\/p>\n
El hombre menudo que compuso a los diez a\u00f1os de edad aquella perdida pieza \u201cQui\u00e9reme trigue\u00f1a\u201d, hab\u00eda nacido un 12 de abril, en Santiago de Cuba, en 1867, un a\u00f1o antes de que comenzara una guerra de honor y desolaci\u00f3n, en la que iba a participar un d\u00eda como mensajero de los suyos. Los guerreros que encontraron amparo bajo el jag\u00fcey y las ceibas umbr\u00edas, llevaban, junto al feroz machete y a la muchas veces destartalada escopeta, la vihuela, el tres o la guitarra, para olvidar la sangre en torno a una fogata, donde ard\u00edan los nombres de sus novias lejanas, mujeres que crec\u00edan en el coraje de la muerte, y se desangraban muchas veces en sus bocas, cuando ca\u00edan mirando el cielo, como busc\u00e1ndoles el rostro.<\/p>\n
Sindo Garay respir\u00f3 todo eso. Lo absorbi\u00f3 en las madrugadas de gentileza y aventura por las adoquinadas calles de Santiago, en la trova dulce de Pepe S\u00e1nchez, que le ense\u00f1\u00f3 y ret\u00f3, y desde la maroma con que venci\u00f3 sus hambres en los circos de bienaventurado mal recuerdo, dibuj\u00f3 en la cuerda floja, bajo las carpas trashumantes, la abigarrada manera con que luego entregar\u00eda su coraz\u00f3n sonoro. As\u00ed lleg\u00f3, en 1906, a la gran ciudad que todo lo ofrec\u00eda, donde estaba naciendo un modo raro de vivir, y que tambi\u00e9n ten\u00eda olor a sal marina y fantasmas borrachos que sab\u00edan escuchar trovadas desesperanzadas.<\/p>\n
Su vida fue un constante pulso, una apuesta delirante, hasta aquel 17 de julio de 1968. Aprendi\u00f3 a leer y a escribir imitando y reproduciendo los signos impactantes de los comercios, los anuncios y los n\u00fameros que aparec\u00edan en el humo cabizbajo de la tarde. Tal vez por eso entendi\u00f3, en la profundidad de sus emociones \u201cla luz\/ que en tus ojos arde\/ si los abres\/ amanece\/ cuando los cierras, parece\/ que est\u00e1 muriendo la tarde\u201d, y carg\u00f3 su carcaj de adjetivos floridos, de frases que parec\u00edan no salir jam\u00e1s a flote, complicando los tonos en los trastes de su mayor amor, su guitarra, cabalgadura con la que entr\u00f3 piafando a la muerte cuando quiso. Sus letras son eso para m\u00ed: la victoria jubilosa de un analfabeto que aprendi\u00f3 por s\u00ed mismo a nombrar el mundo y dominarlo.<\/p>\n
Sindo Garay en el principio y el fin, piedra de toque de todas mis savias, el aroma que respiro bajo cualquier cielo, no importa qu\u00e9 colores traiga. Al fin y al cabo hay un solo color para la extra\u00f1a luz del hombre. En mi vuelo agitado por el mundo siempre me sale al paso la chamuscada pared del patio de Eleucipio Rodr\u00edguez, all\u00e1 en mi incendiado Bayamo, donde Antonio Gumersindo Garay entendi\u00f3 a mi pa\u00eds, y l\u00facido y eterno, se levant\u00f3 contra el oto\u00f1o y nos ech\u00f3 a andar a todos.<\/p>\n
Ram\u00f3n Fern\u00e1ndez-Larrea, en Barcelona, agosto del 2002.<\/p>\n
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