RAMÓN VELOZ

Cada vez que llega la noche, él regresa brevemente a la vida y muere de nuevo, envuelto en lágrimas, mirándonos tenerlo siempre tan presente. Por eso es la noche –cuando las formas no son formas, sino destellos de un delirio muy dulce- el momento perfecto para que en cualquier lugar del mundo alguien entone su canción, la más querida, la misteriosa, aquel discurso de amor que anda entre el adiós y la esperanza. La noche es su país.

Lo hacen los que quieren, y los que lloran por lo que pudo ser. Se tararea, se silba, se piensa; en los aviones y en los trenes; en los hoteles de mala muerte, entre las sábanas o en los embarcaderos, junto a la luz mortecina de una humilde lámpara que desafía el viento del olvido; en París o Madrid, en Caracas o San Juan, en Estocolmo o Estambul, aún sin comprender totalmente el filo triste de sus palabras, pero dejándose llevar por al balanceo feroz de una advertencia, que es casi el instante en que uno avisa que el corazón humano va a romper su coraza, y derramarse en cualquier lengua, cerca del mar, bajo los árboles, en la tormenta o en la serenidad de un hogar, junto al fuego que abriga el otro fuego antiguo de una elegante despedida que duele: Nosotros/ que nos queremos tanto/ debemos separarnos/ no lo preguntes más.

Se llamó, se llama, Pedro Junco. Su vida y su canción, una de las 36 que compuso y cantó, negándose a que su voz fuera grabada, como para obligarnos a no reconocer su garganta en el tiempo, parecen sacadas de un folletín de otro siglo. Pedro Junco, montado en un caballo que derrama luz por las calles de polvo detenido de la ciudad de Pinar del Río, un sitio que siempre ha parecido más población de fantasmas lejanos que geografía en el mundo, caracolea y nombra el aire antes de morirse nuevamente a los 23 años de su esplendor. Tal vez por eso Nosotros sigue conmoviendo, continúa perturbando la respiración y los sentidos, porque una vez un hombre dijo y cantó, en el umbral de una muerte que se repite, la manera exacta del adiós que otros van repitiendo, haciendo suyo ese destino humano que es renunciar a lo que creemos pertenecer o que nos pertenece. El hombre siempre se despide de algo, por eso la canción de Pedro Junco, la que lo mantiene caracoleando sobre el espeso y cercano horizonte de la inmortalidad, parece nacer cada vez que nos llega al cuerpo el esplendor de una pasión que no se deja atrapar. Pedro Junco es también el país de todos los olvidos. De las renuncias, de los rostros que nos perseguirán en medio del torrente final que la muerte nos lanza para sacarnos del corazón tanto deseo imposible.

Cuentan muchas leyendas sobre Pedro y ese pasaporte a la gloria que ha sido Nosotros. Se llegó a hablar de una monja, como la secreta destinataria de su renuncia al amor. Todo como en el imperfecto mundo de los que son espectros en vida. Hasta una película sobre la canción y el contenido hizo México, que se hermana a nuestra sensibilidad en esas cosas tremebundas de amores difíciles, ojos tras los visillos de la penumbra, muertes precoces en el ardor de una fiebre inesperada y cartas lapidarias de nunca más. Así el fantasma de 23 años de Pedro Junco encontró tierra interminable para cabalgar en el secreto de otros amores, que mujeres diversas se adjudicaron. Hoy se conoce la verdad, y de tan sencilla y mortal suena más hermosa, porque se acerca a nuestro corazón de barro húmedo. Un amor normal, amor limpio de estudiantes. Ella se llamaba María Victoria Mora Morales, y el músico se prendó de su inocente altura en la inauguración de un curso escolar, en el Instituto de Segunda Enseñanza de la capital de su provincia. Un romance de aquellos de suavidad en las manos, de hasta luegos en la punta cálida de los dedos, de besos echados al aire, de miradas y poemas en las libretas escolares. Duró sólo dos años. Ella era espigada y hermosa. Vivía en el Colegio Inmaculado Corazón de María. Era de otro pueblo, San Juan y Martínez. Él tenía 20 años, 6 pies de altura, y los pulmones heridos sin remedio. He ahí las circunstancias.

Le dedicó también otras canciones de más pausada pasión: Te espero, Cuando hablo contigo, Tu mirar, Mi santuario y Soy como soy; palabras olvidadas, que hicieron tiritar un corazón quinceañero en su día. Sin embargo, su testamento, el repetido y aún desafiante legado de amor trunco que ha sido y es Nosotros, se estrenó en público sólo dos meses antes de que Pedro dejara en el viento de la noche el olor de su vida joven para siempre el 25 de abril de 1943. Tony Chiroldes la cantó en febrero de ese año, en la emisora pinareña CMAB. En la capital, Mario Fernández Porta la lanzó por las ondas más amplias de RCH Cadena Azul, y así llegó a ese volcán insuperable que se ha llamado Pedro Vargas, el hombre que primero la instaló en nuestras malas noches de solitarios. En 1945 el Tenor de América visitó a los padres de Pedro Junco, allá en Pinar del Río. Les llevaba un diploma de una asociación de artistas del hermano país, donde certificaban que la canción del desaparecido autor cubano había estado en el hit parade dos años consecutivos, destrozando o alentando otros amores, porque ya la canción no era el tributo íntimo del  romántico aventurero a la estudiante que le guardó luto callado muchos años, sino un temblor que se contagia, de sangre a sangre, y de respiración a respiración, como si nuestra vida fuera un andén interminable por donde parte el pedazo que nos arrancan sin anestesia.

Por eso digo que él regresa en las noches, no importa el lugar del mundo donde una pareja quiera decirse algo, doloroso tal vez, como son todas las cosas de esta vida cuando queremos que se agranden y nos protejan. Pedro Buenaventura Jesús Junco Redondas, que amó desbordado también a otras mujeres, prometedor pianista, aspirante a abogado, nacido el 22 de febrero de 1920, pidió en su lecho de moribundo infeliz escuchar el fruto musical de su dolor. René Cabel  cantó su tema en la radio para que él nos dejara con esta cegadora paz que nos inunda, en la resignación del que ha marcado el tiempo, instalado en el susto de unas palabras sencillas que nos brindan su piel interminable, para que se nos quiebre algo en el pecho siempre, sin saber que él nos mira, en el inicio de las noches eternas, muy serio, cómplice de todos los desamores, testigo de cualquier esperanza.

Ramón Fernández-Larrea en Barcelona y septiembre del 2002

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