Kabiosile

Moraima Secada
Moraima Secada

La vi lanzar un grito largo, casi un aullido, bajo la luz molesta de los reflectores. Luego alzó la cabeza desafiante, apretando los labios, como con ira y rencor. Sus grandes párpados cayeron. Es posible que tras ellos, aguardaran lágrimas de rabia o de enojo. Se golpeó el pecho, lenta, ferozmente, una, dos, innumerables veces, con el puño cerrado. Y sentí miedo de que estallara y nos barriera a todos; de que salieran de allí manantiales de hirviente sangre, quemándonos los ojos y la vida.

Un segundo más tarde, en un agudo casi agónico que fue perdiéndose en un eco, su puño se fue abriendo, con parsimonia, como un pájaro aturdido al que despierta el sol de repente, y extendió su larga mano vacía, donde ya no estaba el amor arrancado, el amor ido, el amor que era ahora traición.

Ella cantó siempre como si la hubiera asaltado la vida a punta de pistola. Como si todo fuera un engaño constante. Como si primero estuviera el temor de perder, que la alegría de tener. Gritar las cosas, mirar al aire y regañar a Dios, por injusto, porque le hacía doler el corazón, porque le hería con sus mañas, porque el amor no le llegaba con la intensidad eléctrica que daba. Con el torrente que ofrecía. De su pecho salían, como búfalos enloquecidos, esas palabras desgranadas, los sentimientos donde emplazaba a todo, su advertencia de que iba a luchar, a llorar peleando, a morder el viento y la oscuridad, y todo lo que fuera a arrebatarle lo poco que pedía para ser feliz, para sonreír sin pesares.
Era La Mora para siempre. En los ojos de un sobrino suyo, cercano amigo en mi lejanía, veo su rabia y su asombro hasta cuando le pide perdón a su conciencia. Adivino a la mujer fuerte y pequeña, de guapería elegante, de gestos que reafirman su decisión de vivir hasta el extremo, haciendo de cada minuto la punta de una, tal vez, dolorosa eternidad.
Ella acusa en las sombras. Ella suelta un aullido que viene cargado de fantasmas adustos, cabizbajos, y hay que adivinarla, salida de su natal Santa Clara, para llegar a la Orquesta Anacaona, y después, joven y seria entre las cuatro mosqueteras que cambiaron el mundo aquel agosto de 1952, en el “Carrousell de la alegría”, donde Germán Pinelli las llevó a cada hogar como el cuarteto de ensueños que había armado con celo y paciencias de niño la gorda Aida Diestro. Las D´Aida, que se lanzaron al ruedo televisivo con sólo dos temas en su repertorio, y que iniciaron un tejido vocal que cubre el aire de cualquier árida nostalgia.
Era La Mora, Moraima Secada, junto a la inmensa Elena Burke y las Portuondos, Haydée y Omara, inventando un camino que iba a marcar con fuego los cincuenta. Junto a ellas acompañó a Nat King Cole en giras y en un disco. Y se enfrentaron sin temblor a Lucho Gatica, que tenía un continente a sus pies, en un dúo que sólo encuentran ahora los locos y los enamorados.
Luego fue Meme Solís, y Moraima como gimiendo con el piano. Y más allá, ella sola en el reproche de Dios bajo la noche en la ciudad.
Nos quedan sus atroces golpes en el pecho cuando señala al hombre infiel, al hombre flojo, incapaz de enfrentarse a su pasión desbocada: “Ese que está allí, es el culpable…” O cuando reflexiona tras el fervor del ansia: “Perdóname conciencia/ razón sé que tenías,/ pero en aquel momento/ todo era sentimiento,/ la razón no valía”.
Ella no enumeraba sus dolores. Ella era el dolor, que se paraba fino para que nunca olvidemos que existe, que se extiende común y amenazante.
Donde quiera que se llore o se sueñe. En los amores rotos, en la pasión sitiada por la pérdida, anda la voz de La Mora susurrando, bajando sus grandes párpados de china renegrida, cerrando el puño bravo, o abriendo lentamente la mano donde se posó la dicha alguna vez, y escapó, llevándosela en el estertor del mal año 1985, con su abierto corazón, hacia todas las partes de mi isla.
Ramón Fernández-Larrea Barcelona, agosto del 2002.

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