Para que nunca se nos olvide nuestra tierra

Pasa unas navidades cubanas con el Trío Matamoros.

Memoria de La Habana les desea felices fiestas a todos.

Ya lo dije una vez en un texto para un disco casi último de su trío, el más famoso del planeta. O al menos, la trinidad que más cubanía le ha dado a nuestra sangre.

Lo acuso también de haber puesto a mi país en la boca gozadora del mundo, construyendo una isla que acompaña el sueño en las distancias. De hacerlo con absoluta impunidad. Y le acuso además de un delito mayor, mucho más grave, la osadía de colarse en la inmortalidad y arrastrarnos con él, conociendo ya de dónde son los cantantes.
Pero lo acuso, sobre todo, de no ser serio con la vida. De haberla bebido hasta la última gota. Y de mentir. De mentir mucho. Aunque quiera olvidarme, ha de ser imposible, dijo cantando allá al final de los años veinte, y me obligó, con el tumbao burlón de su voz y su guitarra, a imaginar aquellas lobregueces que se encuentran si uno busca otros corazones. Yo también recogí las anunciadas esquiveces de su Olvido eterno, cuando mis caricias fueron para mis amores perdidos el fantasma terrible que he cargado en la hoja amarillenta de mi memoria.
Me hizo jurar con él la promesa imposible que una vez dije ante unos ojos esperanzados: Volveré a nacer/ si me muero/ volveré a nacer/ para amarte/ volveré a nacer si me muero/ para no olvidarte, y esa tierna mentira me quitó el aire humano del pecho, porque en realidad he soñado desde entonces lograrlo, pero Miguel se ha llevado el secreto para siempre.
Acuso a Miguel Matamoros de prestarme sus palabras para decir cuánto amo. Ya no puedo respirar mujer si no me rondan esos versos suyos, endiablados, que tienen ron y estrellas, como un guiño de fuego en el temblor de mi lejana tierra. Acuso a Miguel Matamoros de darme una tierra más ancha que la mía. Una extensión con alas, que no se mide con los tristes sistemas métricos de los hombres. Un país a la vera del mundo real, que tiene un sol de arpegio y sabrosura, y una noche de errante enamorado bajo el cielo del universo que aprisionan los atlas engañosos. Y que en un solo golpe de furiosa remembranza, se reúnen en ese invento suyo todos los puntos cardinales.
Le acuso formalmente ante el planeta de trampear al destino, de protegerse de Ikú –la muerte- con desmedidas porciones de atimpola, la hierba que provoca felicidad, inteligencia y riqueza, en alianza estrecha con Osain para sobrevivirnos. Lo acuso de esperar a mis biznietos y a sus posibles descendientes, cuando no pueda yo mismo cantarles esas cosas mágicas con que subí a esta edad humana, en que ya me es imposible olvidar nada. Le acuso de inventarlas, pronunciarlas, sellarlas en discos que girarán sin dueño, vivos, imparables, regalando júbilos de conga o serenas nostalgias. Lo acuso de haber escrito y cantado Reclamo místico y Mariposita de primavera, dos conjuros que hacen llorar y reír a la vez como si el alma enloqueciera.
Más allá de venir al mundo el 8 de mayo de 1894, en la calle San Germán número 48, entre Gallo y Matadero, en Santiago de Cuba, y ser el inquieto colibrí que todo lo miraba y oía, grabando los temblores de la vida que fue marcándole, bajo el amparo de Nieves Matamoros Chacón, convertida en pasión y techo ante el abandono de aquel marinero Marcelino Verdecia, que lo engendró en una noche de amor y borrasca, le acuso de convertirse en emisario de un ritmo respirado en la sal y el verde monte de sus orígenes humildes.
Lo señalo ante el mundo por ser culpable de aquella conjura taimada, aprovechándose de la alegría, el alcohol y las indomables guitarras que llenaron su casa el 8 de mayo de 1925, pues ese día pactó definitivamente con la vida, arrastrando ingenuamente al complot a Siro Rodríguez y Rafael Cueto, escuderos perpetuos en la raíz de mi esencia. Lo acuso de atreverse, incluso, a proclamarlo al viento, al decir que habrá en el mundo un mundo de bocas, en la cadencia inevitable de un bolero son, otro invento que le dictó el diablo en alguno de sus misteriosos conciábulos.
En su postrer maroma, luego de haber amado torrencialmente, atándonos sin piedad al puntear de su guitarra, se atrevió a tener miedo de irse, nos hizo pensar que la Parca le asediaba, y que una noche quiso arramblar con su corazón vitalísimo: Ella tocó y no le abrí. Después cuando terminó mi crisis la vi, escondida allí en la esquina donde termina la loma. Luego se fue volando y se zambulló en el mar; a la muerte le gusta bañarse en el mar, por la noche. Lo acuso de la más abominable de sus trapisondas, hacer como que se moría aquel 15 de abril de 1971, en su Santiago natal, cercado todavía por el humo y el estruendo de los acorazados norteamericanos y la fragilidad naval del Almirante Cervera vistos en su infancia.
Lo acuso de engaño alevoso, de pactar con el futuro, de permanecer hasta en las ruinas y el abismo; de saltar en el horizonte, inesperadamente, cuando se abren las más extrañas puertas. Y de hacernos esclavos de un rito: no olvidarle, convidarle a la mesa, compartir el dolor y la esperanza, llamándole siempre, sin percatarnos que activamos sus resortes. Lo sembró en el aire, muy burlón, delante de nuestras mortales narices: mira que si muriendo/ tu voz escucho/ pueda después de muerto/ que te responda. La más alegre y terrible de sus amenazas cumplidas. El secreto de su rotunda permanencia.
Ramón Fernández-Larrea, en Barcelona, septiembre del 2002

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