La Habana no es “el ombligo del mundo”, pero el mundo ha pasado por ella y su aliento de ciudad fervorosamente desordenada ha salido a todos los confines. Será tal vez por eso que una “memoria de La Habana” tiene que ser, casi obligadamente, una memoria singular, fragmentada, personal, emotiva. Decía Alejo Carpentier que “La Habana es la ciudad de lo inacabado, de lo cojo, de lo asimétrico, de lo abandonado”, comparándola un poco a la pasión de los coleccionistas que encuentran placer en la afición, no en la labor concluida.

Algo de razón le asiste a Carpentier, pues nuestra nacionalidad parece obra de algo superior, que fue empatando cabos, pegando recortes tomados en aparente azar, de allá y de acullá. Un puzzle casi mágico en los colores, la arquitectura, las maneras de mirar y sonreír. Nada termina nunca de hacerse. Lo completo aburre, desalienta. Lo perfecto es tan gris como la muerte.

Pero esa “ciudad inacabada”, fue creciendo toda ella con música traída desde todos los vientos posibles. Y en cada piedra se juntaron esos sonidos para que nacieran hijos suyos. Los negros y sus cabiosiles a sus deidades, que en fiestas y días de reyes soltaban el bronco y amenazante rugido de otro continente; y éste encontró en el aire cuerdas europeas que se ajustaron con perfección inusitada. De los barracones a los puertos. De los cortes de caña a la alegría dominguera de bateyes y canturías. Todo cayendo en una gigantesca olla, como en un ajiaco, un cocido, un potaje sonoro y sabroso.

Esa es la memoria que te propongo de la Habana. Una urbe que se hizo entonando canciones mientras se lavaban las sábanas del amor o la muerte; que llevaba música en cada pared levantada, en cada tronco aserrado, en cada teja cocida, y que el sol eterno y distinto del trópico acabó de remezclar con la melaza de viejos rones piratas y miedos antiguos. Una ciudad donde se camina bailando, y que hasta el ruido de moverse con una música hizo nacer un ritmo.

Esta historia comenzó por una nostalgia. Y en la infinitud de la distancia, surgió la sed de conocer qué decían los susurros que vi siempre, de niño, en los labios de mi madre. Bajo qué cielos caminaban mis abuelos, o qué música les hizo tocarse las manos por vez primera. Creo que en ese instante, regresando a la tierra que fue un poco el origen de todo lo que soy, la curiosidad de saber a dónde iba me obligó, serenamente, a investigar de dónde venía. Entonces comenzó el descubrimiento de una gran ciudad, y he querido explicarme explicando, cómo llegó a ser esa luz invencible en los impulsos de todo el que la conoce, o al que su dulce nombre le rozó los oídos.

Pero no quiero que haya equívocos: hay nostalgias y nostalgias. Nada hay en ésta, de sentimiento rencoroso o doliente de mutilaciones, sino de el encuentro asombroso, lento, gratificante, de aires que en el aire se van uniendo, con naturalidad y feliz desparpajo, en la sangre y el corazón.

Una ciudad en la memoria, singular, mía, inacabada e inacabable, con un montón de noches que se convierten en una sola, para que un mínimo destello de ellas me reconstruya el tiempo contra el tiempo, y salga victorioso el ser que quiero ser. Eso me ha convertido en un coleccionista de momentos. Y a través de la música que tuvo cada instante, he ido reconstruyéndole los rostros múltiples que ha ido teniendo la ciudad.

Un lugar que fuera fundado tres veces, en tres sitios distintos, hasta encontrar su natural acomodo junto al mar que la amenaza y la abriga. Un conglomerado humano que coincidía en el punto exacto de todas las rutas abiertas a la geografía. Una ciudad que fuera aldea de indios y que creció entre salvajes asedios, viajes truncos, visitantes ilustres, y que entre sus tantos nombres mantuvo incólume su nombre primario. Un agujero en el mapa del sonido cuyas fortalezas se construyeron entre letanías incomprensibles de hombres desmembrados de sus tierras, con el oro arrancado al alcohol de sus tabernas, ha de tener una diversidad misteriosa de olores y timbres.

Una ciudad que llegó a poseer, a la altura de 1960, más de 90 lugares dedicados a la música. Locales donde se podía amar y bailar, escuchar las tentaciones de una trova en un café al aire libre, los guiños eróticamente dolientes de un filin, o sudar de sublimes delirios entre el danzón y el mambo, girando hasta el desfallecimiento a toda hora. Y donde las guitarras de amigos cruzaban el ardor de los rones, juntándose a los toques de santos, y a la penuria picaresca de un cajón de bacalao llegado de Galicia percutido por un mago de piel muy negra.

Esa es la ciudad que he aprendido a amar. He tenido que estar lejos para irla haciendo nacer paso a paso, como un artífice que engarza piedras que no sabía guardadas en su alma, y otras, buscadas con toda la urgencia de lo imprescindible, y que intento cada semana, en una hora, contar para encender otros amores por ella, en Radio Gladys Palmera, un latido latino en el corazón de Barcelona. Es mi hora de amor y homenaje. Mis sesenta minutos de estupor, pues contándotelo, también me voy asegurando de que las cosas fueron así, o se sentían de esos modos diversos en que me hace bailar en el pecho la música inabarcable que ha parido esa Habana de la que tengo ahora, sólo ahora, mi singular memoria.

Por eso, más que regalártela, sembrarla en ti como algo inerte, pretendo invitarte a que hagas tú ese viaje alucinante, partiendo de esquinas y personajes reales, de sucesos y sueños. Te convido desde aquí a reconstruir una ciudad que ha asombrado al planeta por el torrente de su aire sonoro. Te reto a encontrarle los caminos que transitaron nuestros abuelos y sus padres, y a sacarle a cada árbol, cada reja, cada banco de los parques, el manantial  con el que fueron traídos a este mundo. Y que puedas tener tú la singular memoria de una ciudad que no se acaba, porque siempre es distinta, como una mujer que se transmuta en muchas, espléndida y malhumorada, benévola y zalamera. Y que supo rodearse de músicas totales hasta en los abismos del dolor.

                  Ramón Fernández-Larrea
                  En octubre del 2001 y Barcelona.

 

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