RAMÓN VELOZ

Tímido como un indio; fraterno y atrevido como todo santiaguero, el Compay Primo me saluda en la imaginación.

Si Matamoros ha sido el desafuero de la alegría, el tropel bullanguero de los sonidos de la ciudad, del barrio, del hombre de esquina y bar en colmeneo, Lorenzo Hierrezuelo huele todavía a monte profundo, al brillo dispar del rocío en la mañana, cerca de la Sierra, en los arduos caminos donde, alrededor de un mal quinqué, el guajiro desata su esperanza en la cumbre nocturna de un tres, mientras el ron de Oriente aleja a los güijes no convidados, y se convoca la gracia para que el día próximo venga con menos dolor. Miguel es calle empinada de Santiago de Cuba. Lorenzo es trillo, desfiladero, guardarraya en el alba, donde ululan los cedros casi despiertos, vuela el sijú desde su rotunda brevedad, suena el tren cañero en la distancia, y se respira el profundo aroma del café en un conuco apartado.

Escuchando  su armonía acompasada y atronadora, uno adivina el tándem de un central azucarero –todavía arcaico ingenio-, y la conga arrollando en el suburbio o el batey. Salen del pozo de los sueños nombres auténticos, fundados en la noche de los tiempos: Baconao, Siboney, Yarayagua, y su sitio natal, el Caney,  donde el humo espectral de los aborígenes se hace cuerpos de nuevo en los negros cortadores de caña, que cuentan, en una extraña lengua, las estremecedoras leyendas de otra tierra que parece no haber sido nunca real. En el son acelerado de su guitarra, que transparenta tropel de caballos en fuga, hay una picardía dolorosa, una felicidad ingenua del hombre antiguo que saluda al monte recién humedecido, y que alza sus manos al sol para reemprender la siembra y  la supervivencia, metido en el hondo interior que transforma y procesa lo que entra por sus sentidos.

Cuánto hay que agradecerle a este hombre pequeño, nervioso, de inquieta voz aguda, desde que nació el 5 de agosto de 1907 y el bichito inquieto de la música le inundó la sangre de relámpagos. El que sabe, sabe, nos dijo en una de sus más reflexivas creaciones, mezclando su antepasado indocubano con la raza africana que le abrigó. Cerrada su historia humana el 16 de noviembre de 1993 en La Habana, ciudad que fue a conquistar en 1930 bajo la itinerante sombra del hambre, nos parece Lorenzo de una presencia abrumadora, un hombre de mil caras e incontables tonos, múltiple y repartido entre su segunda trovadoresca a María Teresa Vera, la suplencia que hacía en el Conjunto Matamoros, y el protagonismo autoral y de voz prima en su obra tal vez mejor recordada: el dúo Los Compadres.

Oriente es también en Cuba/ de las regiones más bellas,/ allí el dolor no anida,/ porque nacen las estrellas, cantó Lorenzo en 1959 junto su hermano Reynaldo, con versos de Manuel Poveda, en una de las más emblemáticas asociaciones musicales cubanas, nacida en una imprevista enfermedad de la gran María Teresa, y yo encuentro ahí el vórtice de toda la obra creadora que hace de Lorenzo Hierrezuelo un caso singular en el son oriental, que sigue rezumando el líquido esencial de los frutos más tentadores y sabrosos: ese apego a su tierra natal, que no es pose, ni caricatura, sino una textura pulposa que llevó por el mundo, extendiéndose desde su raíz primaria. Mientras con la Vera –en la función complementaria que hiciera años antes el malogrado Rafael Zequeira- era la segunda lírica en una trova más de bohemias y encajes, con su primo Francisco Repilado –Compay Segundo- relevado en 1955 por el veinte años más joven Reynaldo Hierrezuelo, desató la otra cara de una moneda que nos sigue deslumbrando con sus saetas de luz, un telúrico son de alucinante crecimiento sonoro, con letras surgidas del cotidiano vivir de los más humildes y simples. Y en esa aparente sencillez, van los razonamientos llenos de picardía y gracejo ante el amor, el paisaje, los alimentos, la asunción de la cumbancha familiar con la que esos seres dan sentido a sus vidas y la comparten en un gran acto de amor fraterno.

Su ingenio creador lleva ese aroma de caserío renaciendo en la mañana de la montaña, huele a bestias que pastan en el silencio de las cumbres, vibra como un arroyo que mezcla en el aire su transcurrir nostálgico, con las ramas que dispersan la vida, brotan en él las flores y los finos filamentos indiferentes del curujey, el helecho de plata que enreda su fervor en el viento menudo, todo con la caliente forma que marca el sol en la región más oriental de mi país, esa, donde sus habitantes cantan hablando, con un ritmo y una pronunciación que lleva candencia y goce, y las inflexiones suenan hasta más burlonas en la mismísima desgracia.

Qué poco le hemos tenido en cuenta, cegados a veces por voces que pensábamos mayores, siendo él mismo de la estatura torrencial de los otros, divertido, hondo, increíble en la diversidad que logra a pesar de un sello muy personal que lo distingue. Cuánto espacio ha llenado, desde aquella resolución suya de quedarse en la capital de la isla, recorriendo la noche fervorosa de los bares, hasta integrarse al Trío Lírico Cubano, y luego, en 1933, al Sexteto Cauto de Mozo Borgellá, para iniciar, en el 35, la andadura de serena y dulce solidez con la inabarcable María Teresa Vera, bajo cuya luz,  la suya, más que disminuir, se fundía dosificada por decisión propia. Qué digno de alabar aquel año de 1948, en el nacimiento de un compadrazgo de abismal alegría, donde el aire se repleta del casabe con macho asado, y el goloso sonido de los tostones, ñames, yucas de la más profunda sonoridad gastronómica. Lorenzo es la sensualidad de los manjares simples de la cocina oriental, el vaho sinuoso del carbón en el anafe, que hace inolvidable lo simple, con los aromas convertidos cicatriz en el legado de una nación. En su canto, más que las loas al cuerpo y sus movimientos, andan incrustados los rincones húmedos de la vegetación estallante, la cordialidad del párrafo solidario entre los caminantes que coinciden, alrededor de una taza de café hospitalario de bienvenida o adiós, y los rones espléndidos del guateque, volviendo menos tenebrosa nuestra habitación en la tierra.

Cuánto hay que hacer para que vuelva al alba, para que no abandone nuestra mesa. Vamos a comer temprano/ porque me huele a visita/ cantó con el tímido desparpajo de quien teme los sobresaltos que provocan los gorrones, en ese son de fuego titulado Baja y tapa la olla, en una época en que también declaraba –en perfecto binomio con su primo Repilado- Yo no como la jutía/ porque tiene cuatro dientes, dueño de un aparente absurdo, que resulta surrealista a los extraños que pasan sin comprender a los orientales de mi tropa. Razonamientos afiladísimos de hombre del monte, acostumbrado a una libertad que toma del cielo o la naturaleza, amigo de su sombra y su bestia, y para el que un cuento, una anécdota, una palabra en oreja ajena, es un tesoro que le salva de la soledad de los confines.

Dijeron una vez, adelantándose al tiempo, que los compadres habían muerto. Lorenzo desmintió el desolador augurio con un son que ahora me cubre el corazón de esperanza: Hay Compadres para rato. Lo sé y eso me hace feliz. Siento que vuelve en el amanecer, donde quiera que abra yo los ojos y no entre el tibio olor del guayabo a tocar mi nuevo día. Él derrama entonces ese verdor y esos aromas, y le ordena a su hermano Reynaldo que baje del puente de la guitarra, que se convierta en flauta humana, y el día se pone humano en el universo para mí, con Lorenzo Hierrezuelo echándome un brazo por los hombros, mirando el horizonte con el perfil afilado de un indio que se le escapó a las leyendas.

Ramón Fernández-Larrea   en Barcelona y octubre del 2002.

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