RAMÓN VELOZ

Todos somos culpables.

Le vimos morirse a gritos, desgajándose, y no sabíamos.

Le aplaudimos como al desgano, en las penumbras del amor clandestino, en los malos bares y clubes donde iba a hablar con Dios, castigándole por perverso y olvidadizo, y no le reconocimos.

En verdad era ya otro.

Mordido por el alcohol y la desidia. Sombra entre sombras. Derrotado, fantasmal, recorriendo la ciudad que una vez encantara, con su piano diabólico, de donde iba a sacar un tiempo nuevo.

En verdad había sido distinto.

Disfrazado tras aquel nombre de mujer bíblica, Lilí, el pianista que más son montuno ha tenido en la sangre, el indomable guantanamero que rescató Arsenio Rodríguez, en 1946, de la ruleta de la vida, construiría el escenario de nuestro mundo con una antelación que ahora nos sobrecoge.

Luis Martínez Griñán, hijo de español y de cubana, nacido el 16 de febrero de 1917, un año que iba a marcar al mundo.

Es y será ese misterio, a quien una voz oscura saluda, en todos los discos del Conjunto de Arsenio Rodríguez y su heredero Chappottín, como: “La Perla de Oriente” mientras remata el coro: “¡Y qué perla!”, entraba a su instrumento como si entablara una batalla, para luego, en la marejada rebelde del tres torrencial que pulsaba el ciego maravilloso, inventar los remansos que hacían al corazón respirar.

Podía ser una “Polonesa” de Chopin. Un pasaje de jazz con el humo oscuro de un pub de Chicago. La última rumba que le arrancó de cuajo el corazón. Un olor a selva, a océano, a neblina que se evapora con el sol de Oriente.

Con él se acabaron los guapos en Yateras, un dicho muy antiguo que convirtió en noticia para siempre. Dicen que el Conjunto de Arsenio tuvo un antes y un después.

El “después” se llamaba Luis Martínez Griñán, “el hombre, su hombre”, que Rubén González dejó en los teclados cuando se marchaba al extranjero. Y ese después fue el esplendor, la concepción escenográfica de un mundo sonoro, porque Lilí era el Dios de los torrentes, y sabía qué montaña y qué arroyo encajaban mejor en el paisaje.

Dentro le cabía toda la música del mundo.

A pesar de que, según Arsenio, “en Guantánamo no había pianos”. Él tocaba en la armonía del universo.

En 1946 dijo que no le lloraran más. Yo no sé cómo obedecer esa orden burlona.

Con sus manos venció al hambre de la familia. Para hacerlo escogió una humilde sala de baile en Santiago de Cuba. A esa ciudad del inicio llevó su maltratado cuerpo para el final, como si sellara un círculo sobre el techo del universo.

Cerró los ojos bajo el cielo hirviente de Santiago el 16 de septiembre de 1990, como si todo estuviera inventado y también hubiera otro “después” con su silencio.

“Pueblo Nuevo se pasó”, grabó con Arsenio el 19 de febrero de 1949, un guaguancó para guerrear en todos los espacios. En él su piano entra y sale semejante a las sombras chinescas, y tiembla la tierra sin susto, como si se posara una mariposa que renace.

Él terminó de unir las riberas. Lo negro y lo blanco, como en su teclado, sólo fue música para la alegría. Era el fervor, y la esencia de ese fervor. Una raíz tan grande que se extiende por debajo de la gran pradera que somos.

Pappo Lucca le estaba buscando –él todavía vivo y oculto en su niebla de olvido- para regalarle un piano blanco.

No lo necesitaba.

Allá en el aire, en la roca más alta, sus manos vuelven a soltarse como animales espantados.

En el fuego se levantan sus sueños. Y nos sentimos menos tristes.

Él da la orden. Su fantasma palpita.

No se despide porque nunca se irá.

El mundo brilla como un piano.

La Perla de Oriente me enceguece cada día.

Ramón Fernández-Larrea , en Barcelona, enero del 2003

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