Kabiosile

Isolina Carrillo
Isolina Carrillo

Gardenia es jazmín y es suavidad, sutileza, algo que late en el fondo de la penumbra en el amor y la pradera. Significa, con esos empeños que los hombres le hemos dado a las cosas de este mundo, amor secreto y también alegría. Porque debajo de toda alegría sincera ronda un amor callado, una pasión que suelta poco a poco sus pétalos y riendas, una luz que es más grande que la mañana.

Isolina Carrillo siempre lo supo desde que nos regaló, no una, sino dos, aquel año de 1947, en que perfumó para siempre la tarde de La Habana, y pudimos desde entonces los mortales tristes, llevar en las manos aquel latido simple y hermoso que ofrendar a los amores posibles.

Pero que no nos llame a engaño. Tras esa seda de pétalos aparentemente inocentes, va la fuerza tremenda de alguien que a los diez años ya se enfrentaba a la vida venciendo obstáculos, negra y mujer, en el difícil terreno del arte, pianista acompañante, inventora de la música que complementaba las maravillas de la pantalla de los cines silentes, sola en la oscuridad de otras historias.

Por eso sus gardenias, dos, son sangrantes músculos de un sentimiento que ha acabado, y ella reclama, exige, ordena, que el destinatario reflexione: “ponle toda tu atención,/ porque son tu corazón y el mío”, para luego, con el golpe de un veneno perdurable y sutil, clavar como un dardo esta amenaza eterna, herida en su abandono: “A tu lado vivirán y te hablarán/ como cuando estás conmigo,/ y hasta creerás que te dirán te quiero.”

La oscura y tozuda mujer que había nacido en La Habana el 9 de diciembre de 1907 no se detuvo en aquellas flores de secreto dolor. Nadie recuerda que su ancha boca jugosa rompió los vientos de la ciudad en 1933, sacando aires de pena a su trompeta, integrante del que fuera tal vez el primer ejército femenino en mi isla, el septeto “Las Trovadoras del Cayo”.

Ella siempre estuvo en todas las cosas, un poco sombra, un poco también en la estremecida quietud de sus gardenias, reinventando el mundo sin que apenas lo notáramos. Por eso, cinco años antes del lamento febril que la consagraría en lo eterno, fundó en 1942 la primera orquesta de danzones de Cuba, cuando ya el género era cosa de obstinación y archivos. Escribió otros testimonios del corazón que no alzaron el vuelo como sus rotundas flores mágicas. Pero igual ternura cargan temas como “Canción sin amor”, “Como yo jamás”, “Eres parte de mi vida” e “Increíble”.

La astucia que le otorgó la vida, y el buen ojo que afiló en su enfrentamiento desigual, la llevó a fundar el conjunto vocal “Siboney”, donde agigantaron su esplendor dos mujeres que también serían inmensas en nuestro cielo musical: Celia Cruz y Olga Guillot. A la primera le adivinó casi el futuro y la encaminó por los senderos afrocubanos que iban a convertirla en la guarachera indomable que es.

En 1996, en la puerta final de la existencia, Isolina Carrillo confesó que la gardenia era, entre todas, su flor, y su perfume el escudo que le protegía de las desolaciones. Tal vez con ese emblema salvaba su memoria, y aquel momento espléndido en que su esposo, el cantante de ópera Guillermo Arronte estrenara sus “Dos gardenias”- registrada en abril de 1948- en los micrófonos de la emisora radial RHC Cadena Azul.

Luego su canto fue enarbolado por otro grande, que la extendió en el horizonte con arreglos de vértigo de un matancero que también asombraría: Dámaso Pérez Prado, quien puso las trampas mortales que usaría el jefe Daniel Santos para sellar la suerte de su canción en la tierra. Por ese sendero transitaron más tarde, con brillos diversos del corazón, Pedro Vargas, Antonio Machín y Nat “King” Cole, y el aire del mundo tuvo olor a gardenia.

El 21 de febrero de 1996 se arrugaron sus pétalos con el aplastante olor de la oscuridad. Una semana antes, los amantes del universo habían sentido muy dentro el compás desolado de su canción que le sobrevive. En el agua eterna de esas gardenias su sombra sigilosa sigue mirando nuestras truncas ternuras, los avisos mortales del deseo en el precipicio de la existencia.

Siempre una voz la llevará en la llama donde las lágrimas se estancan. Ella fue el instrumento que usó una vez la tristeza humana para gritar la incertidumbre.

Ramón Fernández-Larrea, en Barcelona y marzo del 2003

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