Federico García Lorca
Si me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba

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Lorca en La Habana
Por Pío E. Serrano. Escritor y editor cubano
Después de permanecer durante seis meses en los Estados Unidos, García Lorca llega a La Habana. Por lo que sabemos, la estancia norteamericana del poeta granadino quedó resuelta en dos experiencias contrapuestas. Por una parte, la grata memoria de la acogida con que es recibido por las figuras mayores del hispanismo en Nueva York —Ángel del Río, Federico de Onís, Ángel Flores…— y por ciertos medios culturales norteamericanos, así como por el encantamiento que le produjo aquella ciudad monumental, esplendente de luz y color, rica en actividades culturales, cruce de caminos de las más diversas razas y nacionalidades; por otra, el descubrimiento de las prácticas más descarnadas de la sociedad capitalista y, sobre todo, el hallazgo del universo del negro norteamericano, la discriminación que padece y la marginación a la que está condenado. Y será esta segunda zona, la dolorosa y airada, la que producirá un vuelco en su expresión poética y, como nunca antes, abre su poesía a la denuncia de la opresión social, a la comprensión de los discriminados y explotados y a la necesidad de mostrar su identificación con los perseguidos.
Después de los sentimientos encontrados que le dejarán los seis meses de permanencia en Estados Unidos y de los pesares que arrastra desde España, García Lorca llega a La Habana. La estancia cubana —98 días— le permitirá a Lorca recuperar su lengua, durante meses menguada durante su estancia en Nueva York; recupera un espacio urbanístico más allegado y cordial en una ciudad que todavía concilia la «ciudad fortaleza», la «ciudad convento» y la «ciudad posada», tan españolas, con el despertar de una «ciudad monumental», favorecida por una burguesía ávida de espacios, que desborda el ámbito doméstico para ocupar el espacio público, y que Lorca hace tan suya que escribe a sus padres: «Si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba»; regresa a unas prácticas religiosas más cálidas y vistosas que la frialdad protestante; descubre un frotamiento humano, desinhibido y espontáneo, el cubano, quien al dirigirse al amigo lo palpa, lo toca, palmea su espalda, abraza con el saludo y aún los más humildes —insulares al fin— ejercen la elegancia del gesto, la finura del trato con el visitante extranjero; recupera, en fin, probablemente por primera vez en su vida, el cuerpo, un cuerpo que en su experiencia expresa un deseo de libertad, mediatizado por el vuelco ideológico que se apodera de su escritura en Nueva York y por el erotismo irradiante de la naturaleza tropical y la fascinación que le producen esas «gotas de sangre negra que llevan los cubanos». No en balde, es en La Habana donde se siente capaz de escribir El público.
Nacido en 1898, es muy probable que Lorca recibiera desde fecha temprana las melancólicas referencias de la Cuba recientemente perdida. En cualquier caso, el poeta granadino dejó constancia en varias ocasiones de las habaneras y nanas, algunas originales de autores cubanos, como la habanera «Tú» de Eduardo Sánchez de Fuentes, que escuchaba en sus días de infancia, cantadas en el seno de la familia. A estas evocaciones musicales, añadía Lorca otras de carácter plástico: las sugerentes y ricas en colores fuertemente contrastantes de las marquillas de tabaco, presentes en las cajas de puros que su padre recibía de La Habana, y donde el niño descubriera la frondosa cabellera de Fonseca —Francisco E. Fonseca, industrial tabaquero cubano, fallecido un año antes de la llegada de Lorca a La Habana—, y que más tarde evocaría en su conocido poema «Son», «Son de Cuba», «Son de Santiago de Cuba» o «Son de negros en Cuba», que con todos estos títulos ha sido recogido en las diferentes versiones publicadas y presente como último poema en su Poeta en Nueva York, editado póstumamente en dos ediciones de 1940.
Quizás el impulso último para viajar a Cuba lo recibiera de su amigo José María Chacón y Calvo, hispanista y diplomático cubano, llegado a España en 1918. Se habían conocido en 1922, durante un viaje que Chacón hizo a la Semana Santa de Sevilla, acompañado por Alfonso Reyes, y desde entonces su amistad no dejó de crecer, alimentada por su trato frecuente en Madrid. En el piso de Chacón, en General Pardiñas 32, Lorca conoció a la antropóloga cubana Lydia Cabrera, quien, al parecer, estableciera el fecundo contacto entre el poeta y Margarita Xirgu.
En 1926 Chacón da a conocer por primera vez en Cuba la poesía de Lorca en la revista Social y en 1928, el poeta hispanocubano Eugenio Florit firmó un entusiasta artículo en la Revista de avance con motivo de la aparición delRomancero gitano recién publicado en España, y de nuevo la revista Socialreprodujo «Romance de la luna, luna» y «La casada infiel», poema este último que causó furor en La Habana y que Lorca dedicara a Lydia Cabrera y su negrita (Carmela Bajarano). Y en 1929 el crítico cubano Antonio Oliver Belmás, al tiempo que da noticias del agotamiento del Romancero gitano en las librerías habaneras, publica en la Revista de Avance un amplio ensayo sobre Gerardo Diego y García Lorca.
Aprovechando su estancia en La Habana, Chacón logra interesar a Fernando Ortiz, presidente de la Institución Hispanocubana de Cultura, fundada en 1926, y de la que era vicepresidente, para invitar a García Lorca a Cuba, una idea, sin duda, nacida desde los días en que Lorca prepara su viaje a Nueva York. Durante un breve viaje a Nueva York, en enero de 1930, Ortiz confirma personalmente a Lorca la invitación para visitar Cuba y dar cinco conferencias. El tres de marzo Lorca recibe de la Institución Hispanocubana de Cultura 150 pesos para cubrir los gastos del viaje que hará por barco desde Miami. La llegada a La Habana el 7 de marzo es anticipada por la prensa cubana, que no vacila en calificarlo como «el más eminente poeta español del momento». Acuden a recibirlo al puerto, por supuesto Chacón y Calvo, y algunas de las figuras más relevantes de la cultura cubana, entre ellos el joven poeta Juan Marinello y el profesor Féliz Lizaso.
Ahora bien, cuál era la Cuba a la que llegaba el poeta granadino. En lo político, la isla atravesaba los primeros meses del fraudulento acceso a un segundo periodo presidencial de Gerardo Machado, respondido con indignación por la población, lo que genera un clima de agitación y violencia, que cobra vida en una fracasada huelga general en marzo de 1930; hasta agosto de 1933 la isla viviría una etapa de feroz violencia entre el terrorismo opositor y la sangrienta represión del dictador. En lo económico, el país vivió durante unos pocos años de los beneficios de la política aduanera proteccionista y del incremento de la obra pública gestionada por el primer gobierno constitucional de Machado, un auge económico que comenzó a hacer aguas a partir de la crisis del 29 y que ya en 1930, con el desplome de la venta del azúcar en el mercado internacional, precipitaba a la isla en una tempestad económica de la que no se recuperaría hasta la II Guerra Mundial. Numerosos testimonios cubanos confirman que Lorca no permaneció indiferente al clima político de la isla y que, en más de una ocasión, expresó su simpatía por el rechazo popular a Machado, llegando a desfilar en algunas manifestaciones.
En cuanto al escenario cultural y a la reacción de los grupos intelectuales ante tales perspectivas, desde la década del 20 se comenzó a expresar un clima de contestación. Primero fue la «Protesta de los Trece» (1923), a continuación el surgimiento del llamado Grupo Minorista (1924), posteriormente la creación del movimiento ABC (1931) y la presencia cada vez con mayor visibilidad y efectividad del movimiento comunista, que tuvo entre sus filas a dos de las figuras más relevantes de la época, el líder universitario Julio Antonio Mella y el poeta Rubén Martínez Villena. En lo estrictamente literario, y particularmente en la poesía, las letras cubanas viven el renacimiento aportado por la Segunda Generación republicana, ansiosa por librarse de los flecos últimos del postmodernismo. Su vehículo fue la Revista de Avance (1927-1930), soporte de una nueva ética y de nueva estética alejadas de la inercia tradicional, defensora de la renovación del lenguaje y abierta a los ismos que ya se imponían en el resto de Hispanoamérica. Conviven en el periodo poesía pura y poesía social, alentadas ambas por los aires de la vanguardia y que alcanza uno de sus mejores momentos en la poesía negrista de Guillén. El 20 de abril de 1930, unos días antes de que Lorca escribiera su poema cubano «Son», Guillén publica en elDiario de la Marina sus ocho «Motivos de son», que para algunos fue, no influencia, sino circunstancia que favoreció la escritura del poema lorquiano. En 1930 y a lo largo de la década se publicaron algunos de los textos centrales de la poesía cubana, resultado de la efervescencia renovadora del momento. Ninguna otra ocasión mejor para el entusiasmo y la curiosidad con que fue recibido Lorca en la isla.
Entre el 9 de marzo y el 6 de abril despacha Lorca las cinco conferencias en La Habana que justificaban su viaje, y que después desgranaría en otras ciudades del interior de la isla. El éxito alcanzado por Lorca en sus presentaciones fue extraordinario. Lejos de la solemnidad acostumbrada en estos actos, Federico se presenta desinhibido y cordial, improvisa y desborda simpatía. La recaudación de taquilla, unida a la ayuda económica de sus amigos, posiblemente permitiera a Lorca ampliar su estancia en La Habana. Sobre la recepción del poeta granadino escribió más tarde Juan Marinello:
Las gentes de mejor sensibilidad recibieron con avidez absorta el verso inesperado, y le adivinaron la calidad y la hondura a través de su resonancia popular y de aquella conexión con lo nuestro que lo hacía, de pronto, materia cercana. Por ello se dio el caso, no producido antes ni repetido después, de que un escritor en la etapa ascendente y con lenguaje inusual, fuese recibido en la isla como un valor cumplido, de lograda estatura, de grandeza andadora. Porque es lo cierto que nuestros mejores hombres del año 30 ofrecieron al muchacho presuroso y alegre un homenaje de escritor clásico.
Y Lezama Lima, entonces estudiante, recuerda una lectura de poemas de Lorca en la Universidad de La Habana:
La seguridad de su voz en el recitado, le prestaba un gracioso énfasis, un leve subrayado. La voz entonces se agrandaba, abría los ojos con una desmesura muy mesurada, y su mano derecha esbozaba el gesto de quien reteniendo una gorgona, la soltase de pronto. El recuerdo de los cantaores estaba no solo en el grave entorno de su voz, sino en la convergencia del gesto y el aliento en todo su cuerpo, que parecía entonces dar un incontrastable paso al frente.
Lorca fue recibido y mimado en Cuba por las figuras más representativas de la alta cultura cubana, como Fernando Ortiz, Jorge Mañach, Lydia Cabrera, Félix Lizaso, José Antonio Fernández de Castro, etc. Y encontró un cordial acomodo entre los poetas cubanos contemporáneos: Guillén, Ballagas, Dulce María Loynaz, Florit, Marinello, Tallet, entre otros muchos.
Pero no solo de conferencias y vida pública se alimentó la visita habanera de Lorca. Si exceptuamos al siempre presente Chacón y Calvo, tres fueron los círculos en los que transcurrió su vida privada. El primero, prácticamente desde su llegada, en torno al matrimonio español de Antonio Quevedo y María Muñoz, musicólogos asentados en Cuba desde 1919, una amistad precedida por una cálida carta de presentación de Manuel de Falla. Con ellos compartiría numerosas actividades culturales y poco de su existencia más íntima.
Entre los hermanos Loynaz —Carlos Manuel, Dulce María, Enrique y Flor— Lorca encontraría su mejor acomodo. La variedad de temperamentos, hiperbólicos todos, y el inusual estilo de vida de los hermanos ganó de inmediato el favor de Lorca, al tiempo que su simpatía y su no menos delirante comportamiento le abrieron las puertas de aquella casa de El Vedado que para Lorca sería «la casa encantada». Allí instaló una suerte de taller, sin pernoctar nunca, donde tocaba el piano y cantaba, escribía, dibujaba, bebía whisky con soda, entre apasionados coloquios que solían terminar, ya de madruga, en visitas a las calles y plazas de La Habana Vieja. En aquella casa Lorca escribió El público, algunos de los poemas de Poeta en Nueva York y fragmentos de Yerma y Doña Rosita la soltera. Si difícil fue su relación con Dulce María y Enrique, su trato de exaltada fraternidad con Flor y Carlos Manuel compensó el desencuentro con los mayores de los hermanos.
El tercer círculo en que se desarrolló otro aspecto de la vida privada de Federico en La Habana estaba formado, en primer lugar, por el joven poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón y, en parte por los españoles, el musicólogo Adolfo Salazar y el pintor Gabriel García Maroto. Con ellos, Lorca conoció la intensidad de la noche marginal habanera, especialmente allí donde la presencia negra, bullanguera y alegremente provocadora, tenía sus recintos. Con ellos visitó por primera vez el popular Teatro Alambra, solo para hombres, donde se representaban delirantes piezas que alternaban la sátira social y política con lo vulgar y grosero, pero que gracias a la eficacia de los actores se convertían en desternillantes parodias que hacían llorar de risa a Federico, desde entonces asiduo asistente a estas representaciones, deslumbrado por la pericia en escena del negrito, el gallego, la mulata, el homosexual y el chino. Con sus amigos más íntimos recorrerá también los poco recomendables bares nocturnos del puerto y con Cardoza visita un elegante burdel que, en palabras del guatemalteco dejó paralizado a Federico «perplejo ante tanta suntuosidad».
Si en la zona portuaria Lorca descubrió la fuerza raigal y el encanto rítmico de la música popular cubana —entonces recién llegado a La Habana el son de Santiago de Cuba— fue en los bares marginados de la playa de Marianao donde Federico fue recibido como uno más entre los soneros negros y mulatos, sorprendidos por la gracia y la espontaneidad de aquel blanquito «gallego» que, primero los escuchaba con seriedad y atención para, a continuación, tomar el ritmo con las claves y hacer coro con los enardecidos intérpretes, ebrios de ritmo y de ron. Sin duda, entre aquellos bares modestísimos y populares, donde mejor se sintió Federico fue en el bar del Chori —Silvano Shueng Hechevarría, como Wifredo Lam, hijo de chino y de negra—, aquel mestizo enorme, santiaguero, de labios protuberantes y expresión inmutable, con un pañuelo rojo atado al cuello, poseedor de un inexplicable talento musical, capaz de extraer sorprendentes armonías de timbales, botellas, sartenes y bocinas, al tiempo que cantaba «Hayaca de maíz», «La choricera» y «Enterrador no la llores». La autenticidad del espectáculo debió de estremecer a Federico.
Si la disputa en torno al viaje de Lorca a Santiago de Cuba —costeado por la sede santiaguera de la Institución Hispanocubana de Cultura— ha quedado definitivamente zanjada por los incontestables testimonios de su visita, lo que hasta el presente no ha sido despejado es la identidad de la persona que lo acompañó. Un misterio más de un viaje que Federico quiso mantener en secreto, pues los Quevedo-Muñoz ni los Loynaz fueron advertidos del mismo. Lo que sí no ha dejado dudas fue la escritura del poema cubano de Lorca, «Son», escrito en el mes de abril en Matanzas, publicado por primera vez en La Habana por la revista Musicalia (abril-mayo de 1930) y cuyo original autógrafo regalará a su director Antonio Quevedo. Las pequeñas divergencias surgidas en las ediciones posteriores son materia de filólogos. En las que no entro. Sí me gustaría señalar que en Lezama Lima he encontrado, a mi parecer, la más acertada interpretación del verso «en un coche de aguas negras», de un hermetismo impenetrable para muchos, y que Lezama descifra considerando la metáfora como alusión al desaparecer el sol en la línea del horizonte. Sigue Lezama: «Ahí Lorca intuyó que el prodigio de nuestro sol es trágicamente tener sonidos negros, como el caer de una cascada sombría detrás de las paredes donde se lanzan al asalto los cornetines del bailongo».
Todavía hasta el día en que Federico se embarca hacia España el 12 de junio lo persiguen las innumerables anécdotas tan singularmente lorquianas con que, desde sus primeros días habaneros, dejó sembrada su estadía en Cuba y en las que el implacable limitado tiempo no nos ha permitido detenernos.
A su regreso a España, Cuba, lo cubano, permanecerá en el imaginario del poeta. Sus cartas a los cubanos y los testimonios de sus amigos dan fe de un constante relato que revela lo impregnado que Federico quedará por su experiencia cubana. Por otra parte, son numerosos los textos inmediatos que genera el recuerdo del joven poeta durante su breve estancia cubana.
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