RAMÓN VELOZ

No le cabían los dientes en la boca ni la música en el cuerpo. Tal vez por eso le vi siempre sonreír, y llevando el violín como el ciego su bastón y el perro al ciego, en los espejismos de la gran ciudad, y al pairo, las estrellas, ese brillo remoto que es el incendio de todas sus corazas.

Desde la muerte –esa ausencia injustificada, la inexplicable selección de un Dios colérico- le siento en mi distancia física con una dulce alegría que nunca comprendí viviendo en sus alrededores. Esa es su piedra de bondad: derrumba las distancias.

Su legado, que alzo y escondo, que saco a relucir contra los malos vientos, la desmemoria, la maldad de los hombres y las piedras del largo camino: una alegría que me hace pertenecer al cielo de una isla que no termina en la breve línea filosa del mar. Un país que se expande y me acompaña, con el compás jubiloso de su invento: el chachachá.

Ahora es fácil decir los límites de su textura humana, de un diciembre a otro diciembre, con 61 años de latir: 25 de diciembre de 1926, el inicio de su andadura, la fecha de su asombro contra el cielo de un pueblecito llamado Candelaria, allá en Pinar del Río, la provincia más occidental y olvidada, alejada de los caminos del son; y la despedida, el último mes del malhadado año de 1987, en la capital cubana, que usted había puesto a bailar como pocos, con aquel violín suyo que fuera techo del mundo, tabla de salvación, cetro y corona de su invento.

No fueron los aires de Candelaria, sitio sereno, sino la barriada de El Cerro en la capital, donde vivió Enrique Jorrín su infancia de modesto esplendor, lo que le fue metiendo en el cuerpo el ardor de la música. Cerca, con las mismas locas sinuosidades del humo de leves cigarrillos, subían al cielo las notas de encanto que le arrancaba al aire el mago Antonio Arcaño, y ellas le invitaron a completar ese desquicio del mundo. El Cerro, antiguos refugios de hacendados que fueron cubriéndose de la inexorable ceniza, y a donde subieron los negros más tarde a desgranar la música irrespetuosa, la música loca, la música de la lujuria total que ahuyentaba la muerte.

En esa amalgama de noche compacta aprendió el corazón de Enrique Jorrín los vuelos fieros del violín, y se graduó como hombre de pasión.

Entonces llegó la década del 40 y él era ya maestro joven, con ganas desaforadas de brindarle sus pedazos al mundo. Graduado del Conservatorio Municipal de La Habana emprendió su camino de condottiero en la Orquesta del Instituto Nacional de la Música, que dirigía, con armoniosa imaginación, esa lumbre que fuera González Mántici.

Y era entonces el danzón la hoguera más pausada, la prueba suprema, el ritmo de los cuerpos cadenciosos entre los torrentes desaforados del son oriental que había irrumpido con mil disfraces e ilimitados caminos. Enrique entró en el sacerdocio del danzón como violinista de la Orquesta Los Hermanos Contreras. Era 1941. Dos años y cien danzones más tarde ingresaría en la cripta más sublime del género, aquella fabulación no repetida nunca más que fuera la orquesta del maestro Arcaño, el mismo que le tendió la trampa sonora con su flauta hechicera. De ese modo le tomó el pulso a lo viejo para degustar la honda rebelión creadora en sus filas, cerca de Orestes López y su hermano Cachao, que engendraron las invisibles riendas de un hijo increíble del danzón: el mambo esplendoroso que luego pasearía Dámaso Pérez Prado sobre la faz de la tierra.

En esa fragua, su alma inquieta bordó las primeras preguntas. Y salió de ella con el absoluto irrespeto por la música que da el amor desmedido. Insatisfecho con lo ya realizado, con lo rotundo, con lo creado, hizo lo que siempre hacen los dioses con las luces del mundo: cambiarlas, modificarlas, reemplazarlas por el dictado venial de sus sangres impetuosas. Se había estrenado ya en la orquesta de Arcaño, que obligaba a sus músicos, en un reto tierno y fraternal, a demostrar que eran la maravilla. Con tales magos se atrevió a escribir danzones de feliz acogida: Hilda, Central Constancia, Liceo del Pilar.

Ya andaba su germen revuelto para asombrarnos. Cuando llegó a la Orquesta América, de Ninón Mondéjar –que más tarde quiso apuntarse un poco de gloria con su ritmo- iba cargado de otras ensoñaciones que le dictaron los tiempos. Era 1951 cuando lanzó el primero de sus impactos, y dos años más tarde, el mundo se rindió ante la evidencia de aquel ritmo menos endemoniado, de cadencia seductora en el que los cubanos volvíamos a ser los guapos de la pista. Un ritmo que nació desde los pies, cuando Enrique Jorrín observaba, desde su atalaya de nuevo Dios, las sensuales evoluciones de las parejas. El chachachá había nacido, con ese nombre que es onomatopeya, resumen de sonidos del movimiento, como una metáfora que desplazaría la luna hacia el brillo de la pista.

Y con ellos, el candor de un doble sentido que hoy nos parece casi infantil, en el juego de un montuno que quiere decir más de lo que el cuerpo aguanta; o que pronuncia menos de lo que la mente pretende para el enlace. La engañadora puso una esquina habanera a girar sobre el mundo. Más tarde, todos quisieron atravesar la bahía por El túnel, que más que agujero subterráneo es un conducto en el tiempo, postal de aquella ciudad que luego cambió sus rostros de jubiloso pecado.

Ahora dicen los que saben que su invento tiene de todo. Hijo del danzón, desprendimiento de la elegante furia, y hasta una pizca del chotis madrileño.

Yo prefiero escucharle ahora en dos momentos de mi suerte: con la orquesta América en 1954, cuando las voces tenían el susto de la juventud, y luego, en grabaciones de 1986, con la voz del gran Tito Gómez poniendo en su punto la jauría de un mundo de esperanzas. Vuela el violín de Enrique y destellan sus dientes, como para que el barro de la muerte se distraiga.

Ahora mismo se pone mi sangre a alzar piedras de la memoria. Suena en la gris mañana de Barcelona esa pieza perfecta que se llama Nada para ti, que es como un leve guiño a todas las pasiones. Regresa Enrique por la Calzada del Cerro. Regresan mis padres a la pista. El cielo de La Habana arrastra los pies con una cadencia caliente.

Vuelvo a resucitar en Prado y Neptuno, mirando los cuerpos que ahora llevan la sed de su herencia total.

Ramón Fdez-Larrea, en Barcelona, febrero del 2003

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