Kabiosile

Miguel Matamoros
Elena Burke

Me lo dijo una noche allá en los años ochenta, cuando bajó los párpados, cansada, y tenía voz humana de mujer. Yo regresaba de una guerra absurda, y todavía olía a miedo y muerte. Ella lo supo, lo adivinó, lo respiró en la angustia con la que alzaba mi vaso de alcoholes totales. Me dijo: “Yo le sé mucho a la vida. Yo soy tierra”. Fue en el cabaret Parisién del Hotel Nacional, y esa noche, bajo un tímido foco del escenario, cantó para mí y para la muchacha menuda que intentaba ser también tierra bajo mi cuerpo desolado.

Esta es, por eso, la historia de un gran dolor. Tal vez la historia de una inesperada nostalgia.

Elena Burke aquella noche, sola e inabarcable, estremeció los vasos de mi mesa con otras historias que anidaban en su sabio corazón. De pronto todo se hizo tierra, todo reverdeció, y aquel olor a pólvora y miseria que yo traía colgando en las pupilas, se fue cayendo en el mantel como una absurda ceniza.

Ella era la tierra.

Acomodaba sus rocas y sus raíces, y convertía su voz en un gran árbol donde empezaban a nacer las historias del hombre.

Yo descubrí, estremeciéndome, cuando terminó de alzar los párpados cansados, que aquella mujer era remota y múltiple, interminable y sin edad. Y que estaba viviendo una noche repetida miles de veces en el temblor de un terremoto.

Salí a la madrugada húmeda de la ciudad como si acabara de nacer, recorriendo inseguro el mismo trayecto que hacía Elena Burke cada día para salvarle la vida a gente como yo, que pedía a gritos que alguien le explicara los dolores del mundo. Ella era tierra y lo sabía. Era la vida y el dolor, era ninguna y todas, como una hechicera que ha visto nacer el mundo y luego desgajarse por culpa de las incomprensiones del hombre.

Y sin decirlo, contaba las historias humanas en su momento menos cruel: los cantos de una pena de amor, que son como una estrella que nos marca el cuerpo para siempre.

Porque la tierra suena cuando acomoda sus entrañas. La tierra lleva dentro un canto, entre rudo y amenazador, que solamente saben escuchar los elegidos.

Romana Burgues era de ellos. Tal vez lo fue sabiendo lentamente, desde aquellas escapadas nocturnas al callejón de Hamel, donde otros orfebres engarzaban la sangre nueva en el sonido del dolor. Era el filin, una manera de protestar dulcemente contra la mala vida, la traición y la sombra.

Nacida bajo el cielo habanero un 28 de febrero de 1928, adivinaba ya, en aquel ahora lejano 1941, que su temblor de abismo tenía un objetivo en este mundo: desatar el hondo ruido de sus entrañas. Por eso ganó en la Corte Suprema del Arte. Esa razón la llevó a la Emisora radial Mil Diez, donde fue contratada de inmediato. La tierra clamaba en su interior.

Cuando su voz humana me dijo aquella noche lo que me dijo, detrás de sus párpados caídos pasaban veloces, como en un carrusel, las horas de sus vidas milagrosas.

Pasaron los maestros Adolfo Guzmán y Enrique González Mántici, dirigiendo su fuego, en el incontrolable ardor juvenil cuando buscaba las respuestas. Pasó el mulato matancero Dámaso Pérez Prado, su primer pianista acompañante, en la desolación del universo. Pasaron los telones pesados que se abrieron para deleite de los que comenzaban entonces a sufrir, en el teatro Fausto, y Tropicana. Y el Follies Bergere de la Ciudad Luz, donde el “Indio” Fernández, abismal y telúrico, descubrió aquella voz de hondísimo desencanto, porque él también sabía escuchar las quejas de la tierra.

Y de golpe, también, contra mi vaso de pólvoras que nevaban, pasaron los cuartetos que le llevaron a conformar aún más lo que ya era: el de Facundo Rivero, el de Orlando de la Rosa, y ese olimpo inalcanzable que ha sido el de la hechicera mayor, llamada Aída Diestro, donde el raro aroma del “Tabaco verde” se mezcló en el viento con otras alegrías y otras voces, que se llamaron Haydée, Omara Portuondo, y Moraima Secada.

Todo un largo camino para que fuera Elena Burke bajo la noche apretada de una ciudad llena de historias. Desde ese punto bajo la vieja luna, entraba a los rincones, puntual como la eterna marea, en una cita radial llamada “A solas contigo”, desde el piano de Meme Solís, que parecía una parte de su ser. Y fue tierra y arteria para que los humanos se miraran, sabiendo que el amor era también herida, y de esos cortes sangrientos, podía salir, con una luz distinta, un brillo hondo que se llamaba Elena Burke, el júbilo de estar intensamente vivos. Entonces fue también “La Señora Sentimiento”, sola, muchas en ella misma, como el bramar de la rabia, como el desconsuelo de un arroyo contra una roca que le interrumpe su caída.

Todo lo que se diga ahora será inútil y alegre. Ahora que la teníamos cubriendo el cielo con su voz. Ahora que todo se movía acompañado por ese aire lento y grueso que sacaba de su pecho, viene la muerte y nos roba su canto.

La muerte inoportuna, cruel y egoísta. Porque yo había aprendido a sentir las vibraciones del amor casi solamente con Elena Burke de fondo.

Mi alegría es superior a mi duelo. Ella existió. Ha estado. Supo como casi nadie espantar el mal sueño. Vibró debajo de mis pies. Hizo que la noche fuera ella misma, y el fulgor desolado de las estrellas cuando va a amanecer.

Nadie podrá amar u odiar sin sentirla. Ella es la tierra. Una tierra compacta a la que siempre volvemos. Un pedazo interminable de lava que nos recorre la vida entera.

Lo lleno todo. Estuvo. En esa marca empiezan los regresos.

Ramón Fernández-Larrea , en Barcelona y noviembre del 2002.

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