Pero, a pesar de sus mentiras simpáticas, la misma vida que se dejó poseer por él y su alegría, supo decirnos lo que en realidad sucedió. Que el monaguillo traducía los latinazgos en coplas burlonas que cantaba por lo bajo; que el serrador iba sintiendo el ritmo inacabable del corazón de la madera y el tumbao secreto de la sierra, y hasta los sonidos leves del serrín al posarse en la hierba; y el sembrador de postes de teléfonos escuchaba las conversaciones de nuestros bisabuelos, y el forcejeo de cada pájaro contra las nubes, para imaginar otros sonidos; y el dicharachero chofer llevaba siempre una guitarra en el baúl del coche.

Gracias a la vida real sabemos cómo comenzó todo a ser realidad, y no cosa contada o compuesta por Miguel Matamoros. Y aunque todo había empezado mucho antes, el 8 de mayo de 1925, su cumpleaños treintayuno, es la fecha inalterable del nacimiento de un fenómeno que nos iba a marcar con dulce fuego: ese día de rones y guitarras, se juntaron en armonía del destino las voces del homenajeado chofer, la del mecanógrafo de Sanidad Rafael Cueto, y el herrero Siro Rodríguez, para gloria de la cultura cubana.

Pero todo había empezado muchísimo antes.

En 1924 Miguel logró su sueño dorado de cantar en la capital de la isla. Lo hizo con su “Trío Oriental”, junto a Manuel Bisbé, y donde Rafaelito Cueto sustituyó en la guitarra al otro componente, que no pudo viajar. Fue un mes intenso. Quince días de contrato en el teatro Campoamor, del centro Asturiano, y otros tantos en el Actualidades, le bastaron a la tozudez de aquel indio que destilaba música constantemente para convencerse de que su objetivo irrenunciable sería grabar un disco donde demostrara su valía.

Fue en esas presentaciones donde, tal vez, en la ingeniosa mente de Miguel, surgió otra de sus mentiras prodigiosas. En 1924 el horno no estaba para galleticas con respecto al son, “esa música de negros”, y, a pesar de que ya el Sexteto Habanero lo difundía tímidamente, y hasta la RCA Víctor había realizado una primera grabación de prueba, donde incluyeron a Alfredo Borbolla, Manuel Corona y María Teresa Vera, el prejuicio con el nuevo ritmo era muy fuerte. Supongo que, obligado por esas circunstancias, engatusó al público con temas que, a la postre, resultaron ser un nuevo género de su entera creación: el bolero –son; un comienzo pletórico de lirismo que prepara el alma para el derrame final de la gozadera absoluta, en esa controversia guía- estribillo, que hace que la sangre suba y se haga espuma desembridada.

Y en ese ir y venir de solitario buscador a la Habana “llano soñado”, el nombre Matamoros le sonó a los scouts de las compañías disqueras. Es conocido el encuentro del Trío con un tal míster Terry, delirando en los pasillos del teatro Aguilera de Santiago de Cuba. Esa noche de guitarras nerviosas se pactó la grabación norteña y el nombre definitivo de la más famosa agrupación sonera cubana. Del 27 al 31 de mayo de 1928, en Camden, New Jersey, cruzando el río Delaware hicieron diez discos, y ganaron veinte pesos por cada número.

Ya se llamaban Trío Matamoros, con Siro, Cueto y Miguel. Así apareció en la carátula que se vendió como pan caliente en la tienda “La Dichosa”, que estaba en la calle Enramadas esquina a San Bartolomé. Por una cara llevaba el tema “Olvido”. En la otra, un son con el tumbao plenamente identificable que los presentaría durante 35 años más por el mundo: “El que siembra su maíz”.

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