RAMÓN VELOZ

Era la dueña de la pasión y el escándalo. ¿No era dolor, no era la soledad del cielo contra sus ojos asustados? Era el fuego, el choque de una ola contra la piedra húmeda. Era arrecife, era la roca que se hunde. Era la rabia disfrazada de inconveniente y zalamería. Engañaba. Fingía. Se hacía tormenta porque se asfixiaba, y en la oscura vena de su nombre hizo viajar hasta nosotros su inconformidad acusadora.

Hay seres así. Hay criaturas que no saben expresar el miedo atroz y la desesperanza de otra manera que haciendo caer el cielo, y con él, los lentos ángeles indiferentes.

Benditos quienes la vieron salir de la selva, espumeante, escandalosa como una loba que tiene hambre de amor, en aquellas noches de descender los peldaños del club La Red, en 19 y L, bajo los álamos de El Vedado. Esos no olvidarán lo que es estremecerse.

Pensó, aterrorizada, que el diablo había tomado su cuerpo por asalto. Por eso rugía. La muchacha que nació el 23 de diciembre de 1939 en el humilde barrio de San Pedrito, en Santiago de Cuba; que se hizo maestra, y escapada de toda vida serena llegó a la deslumbrante ciudad de La Habana, para luego fugarse también, estaba huyendo de nadie. Escapaba del susto y del amor, huía de su nombre como una gacela en el incendio. Huía del demonio que creía aposentado en su cuerpo, manejándole sus razones. Se llamaba Guadalupe Victoria Yoli Raymond, buscando otras máscaras para escapar también del fervor que provocaba.

Hay personas en el mundo que confunden su demasiado amor con las cosas del susto. Por eso fue La Lupe, y La Lupe se convirtió en la Yiyiyi, en una prestidigitación del alma que ella seguía creyendo feroz.

Se golpeaba la cabeza contra las paredes, lanzaba sus zapatos, pegaba, mordía el aire. Estaba llamándonos. El mundo la emboscaba asfixiándola. Cercada por esos fuegos de azufre grabó en 1960 “Con el diablo en el cuerpo”, donde gritó su “Fiebre” como una carta de anuncio y maldición.

Luego, en Nueva York, después de haber dejado aquel recuerdo suyo en la ciudad ajena de La Habana, como se abandona un vestido en una estación de trenes, cantó en “La Barraca”, un sitio donde otras almas en pena ocultaban sus delirios.  Mongo Santamaría le ordenó un poco los caminos para que su pasión recomenzara, más lenta, más solemne, más ella misma sin el temor del diablo que ya no estaba en su corazón. Pero no fue del todo posible.

El corazón de Guadalupe Victoria Yoli Raymond comenzó entonces a estar habitado por La Lupe, por ella misma, y nunca fue mejor el canto y la burla, la sensualidad y el desbordamiento. Llevaba en sí el fuego y la impudicia, su alma no reconocía las fronteras.

Se escapó de nosotros, o la ignoramos dejándola escapar, y nos llamaba desde las calles siempre enigmáticas de Nueva York, porque los cubanos estábamos confundidos con una guerra que nunca existió. La creímos parte de esa guerra, y ahora nos pesa ese olor absurdo de pólvora que no tenía nada que ver con su canto perdido.

Cuando la traicionaron sus orishas, y creyó encontrar la paz y la sangre calmada, ya estaba cerca de la puerta de la nada. Se puso en manos de otro Ser, medio inválida, habiéndolo perdido casi todo, en uno de los extremos volubles de su intensidad. Pero seguía llamándonos desde su estanque ya sereno.

Benditos los que la vieron en el esplendor de su luz, con Tito Puente al mando de su alma y su garganta, levantando para siempre el puñal delirante de eso que llaman “nuestra pasión latina”. Felices los que la vieron agigantarse cuando encontró en las palabras estremecidas del antiguo cartero boricua Catalino Curet los sentimientos que siempre nos quiso decir. Tite Curet Alonso le construyó el cauce que pedía su borrasca, y nos lanzó entonces su mensaje total, llorando de miedo y rabia, porque todo era “Puro teatro”.

Nos está llamando todavía desde la muerte, para que la hagamos sentir que pertenece, aunque ya es múltiple y de todos.

Era el silbido en medio de la noche, el rumor terrible de un terremoto que avisa, pero todo no era más que desamparo, o una manera equivocada de la felicidad.

Encontró tal vez la paz a los 53 años, mal vestida, cojeando, con demasiados kilos en el cuerpo, pero cantando serenas letanías al hallazgo de otro Dios. Interrumpió esos cantos en 1992.

En el Bronx de la Gran Manzana hay una calle que la recuerda, La Lupe Way, en la 140 Este, en las inmediaciones de La Iglesia de Dios, entre la Avenida St. Anns y Cypress.

Nadie descanse nunca pensando que se fue. Tal vez por esa calle podamos ir a recobrarla.

Ramón Fernández-Larrea, en Barcelona, septiembre del 2002

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