Kabiosile

Alfredo Boloña
Alfredo Boloña

Como Dios le había dado un cuerpo maltrecho, pequeño y jorobado, decidió compensarlo con una imaginación que ampliaba constantemente sus fronteras, un campo repleto de sueños que la vista no podía abarcar, pero que el oído agradeció desde 1920 cuando sus manos diminutas repuntaban el naciente son en las filas del Sexteto Habanero de Carlos Godínez.

Como su alma no se parecía a su cuerpo, sino que parecía más andar sin él, y regresar solamente a darle cuentas de los imposibles conquistados, Alfredo Boloña, el bufón mestizo que cambiaría el aire en músicas irrefrenables, fundó su propia agrupación, en aquella ciudad que en 1923, aún tenía a nuestros abuelos de caminar lento, bajo los pálidos sombreros de pajilla. Y era el Son bajando como un arroyo hirviente de las montañas de Baracoa, forjado allá en el Yunque, bruñido en canturías donde el nenguén iba sacando cuerpos del tres manigüero para apuntar hacia la capital, engordando sus aguas múltiples y totales desde Guantánamo a Santiago de Cuba, oliendo a frutas del Caney, bendecido por la Caridad del Cobre, sumando, deslumbrando, temido, pícaro, inevitable como el alma de una nación, o su corazón de madera, en el tronco mayor del aire de un pueblo.

Y Alfredo Boloña halló el cuerpo magnífico que le había negado la naturaleza en la estructura sabrosa e incitadora del Son cubano, ritmo de azoro en La Habana de 1920, donde el menudo bongosero, nacido en la ciudad en 1890, aprendió armónica, marímbula y tres, para entregarse a él, bordándole los sueños que le dictaba el alma. Con la edad de Cristo, fundó su cofradía y su camino, y bajo su empuje fue el Sexteto Boloña la tercera agrupación del nuevo ritmo que grabara sus atrevidas creaciones, temas pletóricos de situaciones amorosas y otras, con su firma y su espíritu, que hablaban del reto a la vida, y de cómo se superaban las adversidades.

Según testimonios, ya desde 1910 andaba el inquieto jorobado en los quehaceres de aquel ritmo embriagador, cuyos primeros ecos fueron arribando a la capital con el tejemaneje de aquel Ejército Permanente, que había fundado el Presidente José Miguel Gómez, y que, sin previsión alguna, hizo con el Son como hace el viento con las semillas de las plantas, llevándolas lejos en su liviandad de nubes, para brotar en inesperado jardín, reforzada la planta con la caricia de otras aguas y un sol distinto.

Su tesón dio frutos tempranos. Aquel sueño de Boloña, nacido en 1923, ya estaba en el otoño de 1926, con la Brusnswick, disquera rival de la RCA Víctor, en un asombrado Nueva York donde dejaron 16 sones de espléndida madurez, de un candor que no muere, con la voz juvenil de Abelardo Barroso abriendo el aire a navajazos dulces, unos juegos de divertidísima imaginación del tresero Boloña en las cuerdas, y el compás de claves maestras que contienen los incesantes desbordes del Chino Incharte en los cueros. En ese ramillete retador y temerario de creaciones de Alfredo aparecen pensamientos gentiles, donde transcurre la mujer cubana de su época, flor perfumada de la sabia naturaleza, a la que pide, suplica, reza fervoroso, para que no le mate de pena marchándose, tras haberle embriagado con su potente aroma.

Pero luego le prohíbe ir al cabaret, sitio tabú, lugar entonces de tentaciones y pecados. De este inquieto y diminuto genio musical salieron también Juana Carere y esa inexplicable Aurora en Pekín, de letra tan enigmática como el otro son que dice: María Teresa yo te quiero/ con todo mi corazón/ y si me niegas tu cariño/ me vas a matar.// Me tengo que hacer un ebbó/ con coco, maíz y jutía/ y un gallo pá Yemayá//A la cuata co y có/ oya sile, oya deó/ a la cuata co y có, rondando por vez primera los destellos sagrados de lo afrocubano, mezclando “lengua” con castellano, sobre un ritmo que se acelera casi hasta llegar al paroxismo de los ritos que marca la liturgia.

Luego no hay más. El Son creció, y fue su fuego extenso e indomable. Otros nombres llegaron al firmamento, ampliando las fronteras, asaltando las marquesinas de un júbilo compartido, vencedor en el aire nacional. El Sexteto Boloña, convertido en Septeto, con la trompeta de Chappottín en el inicio de sus magias, fue apagándose, diluyéndose, marchándose por la liviandad de gente de mala memoria. Porque el olvido fácil es un crimen, sobre todo si el olvidado se llama Alfredo Boloña, pequeño, contrahecho, oscuro, con una luz irredenta en las pupilas que se apagaron, en esa Habana que nunca más supo de su breve sombra, en el año de Dios de 1964.

Había nacido para fundar y marcharse. Alzó una casa donde ahora vivimos.

Ramón Fernández-Larrea en Barcelona, julio del 2002.

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