Kabiosile

Paulina Álvarez
Paulina Álvarez

De niño no soñaba mucho con reyes o emperatrices. A mi pueblo, blanco e hirviente, nunca llegaron en aquella época las desoladas historias de Sissi. Y los monarcas eran, en mi imaginación de terremotos y montañas, unos viejecitos bastante tristes que inventaban diabólicos acertijos para que los príncipes se llevaran a sus hijas al huerto. Pero la voz de Paulina Álvarez entraba, sigilosa y con una lejanía refrescante, y se expandía por las calles estrechas, como poniéndole dulzores a la tarde bravía. Era una emperatriz que no acertaba a imaginar, hasta que una noche se hizo dueña de la pantalla, ya en el fondo de todo lo vivido, como un pasado que viene a despedirse.

Era un ritmo raro, como la música victoriosa de mis domingos en el parque, pero con un galope más desesperado, sin esa gruesa cadencia que tenía el danzón de aquellos vetustos ancianos de la retreta para que las palomas sollozaran en los aleros. “Es el danzonete”- dijo mi madre ante mis ojos de azoro, y no hubo más presentaciones para Paulina Álvarez hasta que me enseñó el rostro con que había extendido la alegría.

Desde entonces Matanzas no fue la ciudad vertiginosa y rodeada de agua que cruzábamos en las calladas madrugadas de nuestros viajes a la capital. En el relumbre dormido del río Yumurí creía yo que las aguas se abrían para que surgiera plena e indoblegable la voz total de Paulina Álvarez anunciándole al mundo el nacimiento de un nuevo ritmo que no pasó de algunos buenos momentos: “Allá en Matanzas se ha creado….    Fue después, con estos ojos que le buscaron un rostro anterior, cuando le supe a Paulina Álvarez el título aristocrático con el que entró a la historia de los sonidos de mi país, y que enarbolaba, bien ganado, por la rotundez de su voz, aunque el invento que lanzara Aniceto Díaz en la llamada Atenas de Cuba allá en 1929 no tuviera otra nostalgia que algunas obstinaciones de Barbarito Diez y esporádicas incursiones de la flauta mágica de Arcaño, que decidió explorar algunos de sus senderos hasta el filo del horizonte abismal.

El danzonete no era nada o lo era todo. Rotos los protocolos y los abanicos, y la pereza del juego premiliminar que aprovechaban las damas para desmayar a los hombres con sus pestañas, antes de que se lanzaran, muy decentes, a poner una mano pudorosa en sus talles de ardiente parsimonia. El danzonete entraba desaforado en las rótulas, hijo casi bastardo de los salones franceses de la contradanza, y del son manigüero, que hizo brillar a mi isla en el desafuero del siglo. Y anunciando lo que pensaron iba a ser hallazgo feliz, Paulina Álvarez, plena en su algarabía retadora, “Rompiendo la rutina” del equilibrio.

Había nacido en Cienfuegos el 29 de junio de 1912, y desde temprana edad el trino que apresaba en su pecho había tendido alas, buscando una libertad que encontró luego en La Habana, cuando se radicó allí con su familia. Tenía entonces catorce años y decidió que el canto era su vida. Así se convirtió, con una suave obstinación, con lento empeño firme, en la cantante de la Orquesta Elegante, que hizo brotar todos los fuegos bajo la noche cubana, pero que jamás dejó su testimonio en placas para nosotros.

La tenemos guardada en la memoria del aire por otros empeños. El 15 de junio de 1937 asaltó la eternidad con una pequeña charanga, en un local improvisado, en medio de un desafuero de la discográfica Víctor, la primera empresa que comprendió la riqueza sonora de mi tierra. Ese día, acompañada de la Orquesta Castillito, grabó cinco piezas con un micrófono de pena. Cuatro de ellas eran danzonetes.

Pero su determinación de mujer bravía la llevó a otra culminación en 1939, cuando fundó su propia agrupación, convirtiéndose en precursora. Queda en los anales, junto a la Orquesta Anacaona y la fiereza de María Teresa Vera, como presencia hermosa de la mujer en nuestra música en tiempos tan difíciles. Con esos músicos grabó solamente catorce números. Danzones y boleros que se mantienen vivos como pájaros que cruzan el agua del tiempo. Tras ese gesto deslumbrante desapareció de las casas disqueras durante veinte largos años, aunque siguió regalando su voz con una nueva orquesta.

Por fin, en 1959 y 1960, como una gran dama que dicta testamento abierto al aire, nos regaló su único disco de larga duración: “Homenaje a la Emperatriz Paulina Álvarez”. Fue su estertor, su sello del adiós, la mano que se mueve mientras entra en la bruma de un olvido aparente. El 22 de julio de 1965 la muerte la sentó sobre la grupa del horrible corcel que la alejó para siempre.

También con elegancia, para que nunca dudáramos de su paso sobre la tierra, rodeada por una pléyade de estrellas, en 1960 puso en acetato el célebre danzonete que le abriera las puertas del largo camino. “Rompiendo la rutina”, desde la oscura noche matancera en que Aniceto Díaz creyó que asombraba al mundo con un ritmo nuevo, quedó como una huella que al menos le otorgó un título de alcurnia a Paulina Álvarez. Fueron 65 músicos asombrosos, entre los que se contaban Israel López “Cachao”, Enrique Jorrín, el flautista Fajardo y Cheo Belén Puig. En la inolvidable corte que consolidó su testimonio estaban también maestros de la talla de Rodrigo Prats y Odilio Urfé. Gilberto Valdés dirigió aquella orquesta de ensueños.

La rutina no se rompió completamente y el danzonete pasó un poco de largo, dejándonos el aviso de que el danzón podía ser eternamente joven; y la voz y el título de emperatriz de Paulina Álvarez, la mujer que me asombró una vez cuando era yo inocente, y comenzaba a atrapar el mundo por sus hojas espinosas. Hay tardes, especialmente cuando me acerco al mar, en las que creo ver las luces de Matanzas hiriendo dulcemente la bahía. Y una voz en mi sangre va subiendo, como pidiéndome que no la olvide nunca. Es Paulina Álvarez, en su carruaje de música, que cruza sobre mi corazón a esa hora de esperanza, como si comenzara a crecer la marea.

Ramón Fernández-Larrea, en Barcelona y abril del 2003

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