RAMÓN VELOZ

Ahora ya no es siquiera una sombra. Nadie le conoce en su tierra, ni en las tierras diversas que buscó para que su luz creciera. Ahora aparece, sin embargo, en las ruidosas películas con las que México disfrazaba, avergonzado, su identidad;  sólo allí, en esas pálidas copias de un tiempo hecho trizas, se ve el ardor de vida que poseyó. Junto a María Antonieta Pons, recién llegada ahora también al mundo de los fantasmas, quedan esos delirios de canto y baile, de rumba criolla, donde la sangre de Cecilio Francisco Mendive, Kiko, quiso dejarnos un legado.

Fue muchos, en la ilusión de ser él mismo, de construirse un rostro y un estilo. Fue el espejo que tuvo que marcharse lejos, para que nadie reconociera el rostro que en su superficie se veía, que era el rostro de otro, perseguido en el sueño para ser su rostro propio. Era una confluencia de azogues con una esencia marcada: el aire sonoro de mi tierra, que es genético, que corre como un virus, que se respira como la sal de una tormenta y deja muescas de padres a hijos, y se es, sin pensarlo, originario de un pozo de caldos profundos.

Salió del olvido para llegar al mismo sitio, y enmascaró su dolor haciendo reír, aunque era casi completo, casi perfecto, casi compacto en su manera de expresar todo lo que llevaba dentro, pero al hacerlo lejos de donde quería, ya no era él mismo sino una sombra del sueño perseguido.

En la distancia quedó su rostro, con las máscaras sucesivas que tuvo. Y en la isla nadie supo nunca más su nombre, la única riqueza verdadera que llevaba debajo del pecho, desdibujado por los cielos donde intentó ser señal y referencia. Bajo el último de ellos, el cielo de Caracas, fue nuevamente él mismo aquella noche del 5 de abril del año 2000, porque el nuevo milenio no estaría lleno de su gracia. Pobre y solo, sin que el Caribe llevara el eco de quien volvía a juntarse con tierra extraña, con la sal de sus huesos se hacía tierra cubana.

Todos hablaban de él, de la gracia que tuvo, de cómo se movía para inventarse el hombre que, como una armadura, iba a llevar por la tierra americana.

Yo he tenido también que ir a buscar un sol que no era el mío. Disparos extraños en la ventana donde amanece, sobre un mar que no bañó jamás mi torturada, ancha memoria. En ella no estaban su nombre ni su voz, y es sólo ahora, los dos lejanos, ambos fantasmas de una misma caballería celestial, donde he descubierto sus huellas.

Había nacido negro y pobre, dos condiciones repetidas en la faz de este mundo perverso, allá en el barrio habanero de Los Sitios, donde el aire se contagiaba de músicas y ancestros, un 22 de noviembre de 1919, y desde niño tuvo esa sed intensa que le iba a salvar de cualquier marejada. Fue en aquel entonces Canillita, nombre robado a Chaplin en la era muda de nuestros abuelos, y así se acercó, a los once años, al sexteto de otro gran olvidado: el tresero Alfredo Boloña.

Con veinte, decidió que lo suyo era la noche, el mundo sonoro donde su sangre traviesa le podía abrir caminos entre luces y sombras. Era 1939 y pudo hacer incursiones con el Sexteto Caribe y el conjunto Los Jóvenes de la Crema. Ya poseía su primera máscara visible: la del hombre que marcaría a una tropa de cantantes jaraneros, Orlando Guerra, Cascarita, que iba a adelantarle la imitación de su propia muerte en tierra ajena, dicharachero, atrevido en la forma de montarse sobre los compases que le acompañaban.

Buscando desasirse de ese modelo se fue a México en 1941, solamente para encontrar que la imagen de la que huía, era la que se tenía de todo cantante cubano. Se resignó, tal vez esperando momentos mejores, y lentamente, con su otra arma, el baile, comenzó a ser Kiko Mendive. Las películas de rumberas estaban en pleno auge. Así que su estreno en el cine fue con los pies. Su gracia quedó en “Qué hombre tan simpático”, de 1942.

Era el comienzo de su universo, que siempre iba a encontrar semejanzas con el de otros. Pero su esencia es única, al menos en el celuloide. Allí queda para la memoria, junto a hembras sensuales que el Beny enumeró en esa larga y apetitosa lista que es Mangolele: Blanquita Amaro, Rosita Fornés, Amalia Aguilar, Rosa Carmina, Meche Barba, María Antonieta Pons y Ninón Sevilla. Grupas telúricas, que han sido y serán, testimonio de un tiempo en que América era goce y liviandad.

Ahí están esas cintas que no supimos ver, que no aprendimos a recordar como otros, y de donde jamás le rescatamos: Cruel destino, Balajú, Embrujo antillano, Bésame mucho, La reina del trópico, El amor de mi bohío, Tania la bella salvaje, Gángsters contra charros, Una mujer con pasado, Me lo dijo Adela, Casa de perdición y La engañadora, entre la treintena de filmes, que hoy no nos atreveríamos a mirar, si no es para sacar del agua del olvido los rostros que aplaudían quienes nos fundaron.

Con esa imagen lograda, donde estaban ya superpuestas las otras, dio el salto a Caracas, que en los años 50 prometía ser una New York tropical. Allá fue en 1952 con Olga Guillot y Noro Morales. La televisión le abrió las puertas en Venezuela, y allí se radicó en 1956 para no regresar jamás a ninguna otra parte. México estaba repleto de Cascaritas, y para rematar, había llegado el auténtico, ya sin la aureola de otros tiempos.

Esa, la televisión, fue su casa definitiva, su país y su gloria. Cantaba, bailaba y hacía humor. Hasta la fatal noche de abril del final de otro siglo. Los que crecieron viéndole, dicharachero y vecinal, en Media Jarra Musical y Radio Rochela, son más ricos que yo, que le he descubierto ahora bajo antifaces de lejanía y nostalgia, y donde se despoja de ellos en temas como Palito de tendedera, Pin pon o Quién pompó.

Lo he apresado, con dolor, en esa alegría que tal vez nunca llegó a existir, y que un día borraron en mis tardes junto al mar. Hoy somos solamente dos fantasmas que se encuentran en el tiempo, en diversos tiempos que se hacen uno, sobre una voz que no quiere acabarse. Él lo dijo risueño en este son montuno que cierra mi noche: Se acaba el mundo.

El único disco donde le atesoro cierra con otro augurio que me estremece: La muerte, creación de Memo Salamanca. Allí canta, como una bandera que el viento desgaja a esta hora: “La muerte/ vaya, me llama/ me quiere arrullar para siempre en sus brazos/ lo sé”. Y termina pidiendo algo que yo ahora también firmo con sangre: “Ay, Satanás, sepárame pasaje”.

Ramón Fernández-Larrea, Barcelona, verano del 2005

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