Kabiosile

Joseíto Fernández
Joseíto Fernández

Tal vez el día que me vaya a morir, la última luz que vean mis ojos ha de ser el fulgor deslumbrante de la guayabera de Joseíto Fernández, caminando por una calle empinada de Lawton, como lo vi, de la mano de mi madre, una mañana de domingo, allá en la punta del tiempo que ya no sé ubicar en mi corazón.
Sospecho que, vaya donde vaya, cualquier rayo de sol que rebote en las cosas y las haga más puras, me traerá inevitablemente aquella imagen, con sonidos y olores: Joseíto Fernández, cargando muchos más huesos de lo que puede permitir el cuerpo de un hombre, levitando casi en un andar irrepetible, por aquel barrio con paisaje de barrio, a esa hora menuda en que ya se acostaron las estrellas.

Joseíto cabalgando tras su blanca armadura, cubriéndose con ligero jipijapa, bigote fino, cuello largo, y un puro entre los largos dedos de su mano izquierda, desandando una ciudad que sabía suya hasta en los mínimos rincones y barandas. “El Rey de la Melodía” inaugurando la mañana, como dicen que hacía siempre por la calle Reina, como lo vi muchos años después, ya sin mis ojos de niño, pero con magia similar, en la puerta de la emisora Radio Progreso, reinventando el mundo con aquellos ademanes demoradísimos de sus brazos, para perderse luego por uno de esos misteriosos cuchillos que tiene la calzada de la Infanta cuando uno quiere entrarle a Cayo Hueso.

Entonces supe que la última imagen que verían mis ojos, cuando la astuta muerte me arrincone, y no pueda seguir burlándola más bajo el sol de este mundo, será aquel sol que hacía reverberar la guayabera repleta de almidón y pureza de Joseíto Fernández, que bajaba, ¿o subía?, por aquella calle ancha, bordeada por canteros, con paso elástico, suave, sabiéndose querido, levantando la mano del tabaco para sembrar un saludo en el aire, lanzar un adiós de cada día, o tocarse el ala del sombrero, como si fuese a levantarlo con gentileza ante las damas, con gesto mínimo, detenido, que anuncia más que termina, una manera que ya no había en el mundo y que había visto hacer en mi pueblo profundo a los viejos muy viejos que dejaban de serlo entrando a sus olvidos.

Creo que mi madre dijo algo entonces, conmovida ante la reverencia de quien debía ser reverenciado. En el aire de aquel domingo atrapé sílabas, frases que pudieron haber sido “Guajira Guantanamera” o “Rey de la Melodía”, y que ya no vale la pena precisar, porque sólo quedo yo de aquel encuentro, y aquella calle sin nombre del barrio de Lawton queda más lejos que lo imposible, y a lo mejor, quién sabe, ya todo será polvo en los colmillos irrespetuosos del tiempo. Todo menos la emoción de un niño que vio al Quijote caminar, y deslumbrado por su paso, comenzó a desdeñar las otras cosas que hubo en ese domingo pálido, porque bastaba aquella luz para que el resto fuera sombra y comenzara a nacer mi cabizbaja nostalgia de las cosas que no han podido ser.

Tras ese gesto de lenta dulzura y respeto, con el corazón marcado por el fogonazo de aquella guayabera impoluta, con la tristeza de adivinar que aquel domingo era un aviso para mi vida posterior, y que perdería la mano que me abrigaba y la inocencia de deslumbrarme, he buscado explicaciones para entender un poco más este duro negocio que es vivir. Así he regresado a las otras veces que vi, escuché o sentí a Joseíto Fernández, más allá de consideraciones absurdas, políticas, de nacionalismos de caramelo que sucedieron con su Guantanamera, que no es lo mejor que hizo Joseíto, sino la que tuvo suertes y secuestros, y letanías sabrosas para marcar y permanecer.

Gracias a un amigo que le entrevistó hace mucho, supe que, eso que ahora conmueve a centenares de suecos y japoneses, que hace delirar a italianos de izquierda sabatina y a fraternos españoles en sus sagrados puentes festivos, y que se canta, gracias a un malentendido que le dio más fama, con los versos prístinos y no tan sencillos de José Martí, era, en sus inicios, sólo una contraseña para el amor desaforado y prohibido. Así se lo confesó “El Rey de la Melodía” a mi amigo, que se enteró y me hizo enterar de la existencia de cierta muchacha de Santa Clara, a quien el músico veía a escondidas a principios de los treinta. Había empezado a cerrar un programa radial, que daba más promoción que dinero, con el tumbao de una guajira pegajosa de su invención, que le permitía improvisar sobre la marcha gentilezas y pétalos, aludiendo, sobre todo, a las damas. Y como funcionaba, usó el mismo recurso en giras fuera de la capital. Y el estribillo cambiaba según el lugar y el gentilicio de sus gentilísimas seguidoras. Así usaba “mi pinareña, mi guajira pinareña” si andaba entre mogotes de Occidente, o “mi cienfueguera”, si sus pasos le llevaban a la Perla del Sur.

Y claro que, octosílaba perfecta, con el sabor de Oriente en la boca al cantarla, la mujer de Guantánamo se llevó la presea, aunque Joseíto Fernández, para avisarle a la amada secreta que escaparía pronto hacia sus brazos en la ciudad interior, cerraba muchas veces el programa cantando “santaclareña, guajira santaclareña”. Y en Santa Clara una mujer acunaba su ardor a la espera del poeta.

Esa anécdota, su sonrisa amable, el compás antiguo de sus gestos caballerosos tocando el ala del sombrero, y la luz inmarcesible de su guayabera, aquel domingo en que yo era todo lo feliz que un niño puede ser un domingo de asombros, me bastan para seguir buscando joyas de mi tierra. Un pueblo tan ingenuo que reafirma su sentimiento profundamente nacional sobre una contraseña de amor, sin saberlo y sin importarle, en una versión que no era de Joseíto, sino de un músico que se ha pretendido descuidar, nombrado para siempre Julián Orbón. Una nación que olvida que la Guajira Guantanamera, cantada cada día por el Rey de la Melodía, en absolutas y geniales improvisaciones, narraba los hechos de sangre de la prensa amarilla, creando una frase para la eternidad, una amenaza sutil que avisa cuando a alguien le van a caer cosas dolorosas e irremediables, con eso de: -“Sigue así, que te van a cantar La Guantanamera”-

He hallado otras maravillas: las hermosísimas décimas a su madre; su biografía cantada; aquella controversia fraterna con el Benny, donde le aclara el despiste de ponerlo a nacer en Guantánamo, siendo capitalino, cuando, según sus palabras: “La comadrona le dijo a mamá el 5 de septiembre de 1908: “un varón”. Y desde entonces no la he hecho quedar mal. Ella murió en el 62, pero la visito en el cementerio diariamente”. Supe que fue aprendiz de zapatero y vendedor de periódicos, y que la fiebre dulce de la música le entró temprano al cuerpo para cantar, allá en los ruidosos años veinte, con los Sextetos Juventud Habanera, Dioses del Amor, Amate y Jiguaní. Y que al final de la década marcó el corazón del pueblo desde la emisora CMW, con la Orquesta de Raimundo Pía.

Pero eso ya casi no importa. Ni siquiera su muerte, el 11 de octubre de 1979. Me guardo, para consolar al deslumbrado niño de aquel domingo, una explicación suya: “Me visto siempre de blanco porque tengo el alma pura, aunque hay quien cree que soy hasta brujo”. Yo le creo, hondamente convencido, era un brujo. Uno de esos brujos buenos y amables que sonríen con la vida, y que me hacen sonreír, a veces también a mí, cuando algún tonto pregunta cómo somos los cubanos. Por eso sé que el fogonazo final habrá de ser aquella imagen, la guayabera de Joseíto Fernández, acompañándome al túnel oscuro de todos los olvidos, donde los viejos de mi profundo pueblo se toquen caballerosamente los sombreros, y la mano de mi madre se convierta nuevamente en el calor del sol de un domingo que no se acabe nunca.

Ramón Fernández-Larrea. En Barcelona, agosto del 2002.

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