RAMÓN VELOZ

La noche sensual del filin se derrama sobre la ciudad. La Habana no duerme, los cuerpos sudan, se tocan, se entrelazan junto al olor a sal del arrecife. Los cuerpos sudan amor. En la cocina de la mansión de un médico, el doctor Arturo Bengochea, la negra gorda canta con su corazón lleno de olores. Canta para ella, como luego, en la noche, cantará para el que quiera, pero sobre todo para ella, sacando lentos destellos de su enfermo corazón que ha saturado el ajo, el detergente, el sonido de los cubiertos ajenos.

Tenía en su piel trémula y ancha el sol arisco de la llanura del Camagüey. Negra y pobre, salió otra noche de Céspedes, un pueblito de casas de tablas y tejas fulgurantes, para que la envolviera la gran ciudad, con su diamante oculto en la garganta, el alma cargada de intensidades y dolores. Era 1948.Tal vez por eso sus platos desprendían un aroma distinto, unos olores que se podían cantar con el andar secreto de sus venas, donde la canción había hecho un nido todavía desconocido para el mundo. Su ilusión era simple, y gigantesca. Quería que la tuvieran en cuenta, quería existir más allá del ronronear trémulo del horno, y de las lágrimas íntimas de la cebolla en la cocina. Quería, según confesó: “-Convertirme en una estrella de cabaret, ganar mucho dinero y recorrer el mundo llena de joyas y lentejuelas-.”

Era un sueño de Cenicienta. Por eso su coto de caza fue la noche que se derramaba sobre la ciudad. Una ciudad pesarosa y noctámbula, donde se abrían como claveles desaforados, los clubes nocturnos de El Vedado o La Playa. Una ciudad llena de excesos y mojigaterías, de alegrías y penas que se contaban a grandes voces con todo el cuerpo, gritando o susurrando, con el ronco gemido de tambores y cajas o en el leve trino de una guitarra junto al mar. En esa magia, persiguiendo el sueño que le había traído a la enorme ciudad viva, la gorda Fredesvinda García, con ayuda del cielo o de alguna oculta hada madrina se transformaba en Freddy, en las noches azules del final de la estrecha barra del bar Celeste, en Humbolt e Infanta, y sobre el ron y los encantamientos, le brotaba una voz bronca y sensual, una voz llena de tierra que despertaba a los borrachitos tristes y los ponía a llorar como si escucharan a una madre llamándoles al centro del amor.

Un periodista describe así su noche triunfal, la hora en que la descubrió un avezado cronista de la farándula y la abrió la ventana menuda para que su talento fuera a desplegarse para el asombro de los vivos: “Para complacer al doctor Palma y a su distinguida acompañante”, la gorda cantó “Bésame mucho” de Consuelo Velásquez. Después hizo “Tengo” de Marta Valdés y “Debí llorar” de Piloto y Vera. Era tanta la fuerza de aquella voz trepidante y vigorosa, era tal la riqueza de su musicalidad, y a la vez, ella se desplazaba –a caderazo limpio- con tanta gracia y naturalidad por el pequeño local, que a los pocos minutos todos se olvidaban de su grotesca figura, incluso de su timbre, que por momentos se tornaba un tanto varonil”.

Y llegó al cabaret. Y la noche amarga de la Cenicienta negra se bordó de ligeras lentejuelas, pesadas para su corazón que había masticado tanto silencio. Pasó con esa fuerza atronadora de los cometas que todo lo ponen patas arriba. Sobre el escenario del casino del Capri, el hotel por donde aún cruzaba el humo sangriento de Meyer Lansky, Fredesvinda García se transformó para toda la eternidad en Freddy, clavando en el cielo humano sus versiones de “Noche de ronda” del flaco de oro Agustín Lara, y “El hombre que yo amé” de Gershwin. Y grabó un disco entre los dos infartos que la fulminaron, un legado extraño para quienes nacimos más tarde y miramos con desconsuelo las descascaradas, absurdas paredes del bar Celeste, en Infanta y Humbolt, que se mantuvo vivo y desolado, lleno de borrachitos que ya nadie llamaba desde el incendio de ningún corazón. Mezclada con el irreductible polvo que dejan el paso de los coches y los ómnibus, creciendo en una tristeza casi amarilla cuando el sol se ahoga en el malecón cercano, anda la voz de aquella cocinera por cuya garganta Dios habló a los habaneros, una noche de filin de 1959, contando los pesares que les sucedían a todos, con chispazos urgentes de una hoguera que dejó la mancha imborrable de su incendio en la tierra.

Ramón Fernández-Larrea Barcelona y mayo del 2002

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