RAMÓN VELOZ

Sus mentiras piadosas confundieron el ardiente corazón de mi madre. Ella creyó que todo era posible entonces, y comenzó a sembrar árboles en su memoria; y en sus troncos, confiada y enceguecida, marcó a hierro las señas de su hombre, para que también el paisaje le perteneciera. Murió sin darse cuenta, pero la enorme ilusión que le dio aquel canto, hizo tal vez su vida menos cruel. El nombre de su amor permanecería marcado en las cortezas, aunque hubiera otro tipo de olvido en este mundo.

De algún modo todos lo hemos hecho a partir de su creación, que una gran mayoría nombra con su primer verso, desconociendo que fue inscrita con otro título, el de la pregunta adolorida que le hace un árbol a esa niña, que mi madre imitaría más tarde enarbolando una esperanza azul. Desde que la escribiera, allá por 1924, con versos encontrados en un almanaque, todos conocen su canción  más total como “En el tronco de un árbol”, cosa que puede llegar a irritar a los ecologistas trasnochados, que olvidan con frecuencia que el hombre es más importante que las piedras y las frondas.

La canción se titula, sin embargo, “Y tú, qué has hecho”; habla de una muchacha enamorada que hiere la casi humana piel de un árbol con su nombre, en un impulso desolador de miedo a la mala memoria. Hasta ahí todo va tan normal como anotar un verso en un libro o una pared. Lo realmente sorprendente, que hace que Eusebio Delfín se haya metido para siempre en nuestras vidas, es que el árbol se conmueve, como haría un viejo al que halagan, y a pesar del lacerante dolor que le ha infligido la adolescente (siempre habla de una niña), le regala uno de sus casi humanos dones: una flor.

Ese alegato contra la desmemoria, es más que eso. Más que el diálogo sobrenatural entre un vegetal y una persona. Es el agrio reproche a la ingratitud, y  tal vez eso hace la canción de Delfín tan extendida, conmovedora e inmortal.

Había nacido en un pueblo del centro del país, fundado por Agustín de Serize y Xenes el 12 de enero de 1842 y que bautizó Palmira, como aquella ciudad siria desaparecida, y terminó llamándose Palmira de Alcoy, para solucionar un desacuerdo con el Capitán General del momento, Federico Roncali, Conde de Alcoy. Allí, cerca de esa perla sureña que se llama Cienfuegos, vino a este mundo alucinante, en 1893, Eusebio Delfín, para poner a hablar a los árboles “conmovidos allá en su seno”.

No fue cantor por hambre o trashumancia, que son al fin y al cabo, en nuestra historia, casi la misma triste cosa. Trabajaba puntual en un banco. Quizá por esa pesadilla, llena de números y operaciones, se adueñaba de la noche para encender los bordones de su guitarra y viajar, nave oscura y sin rumbo, por el amor que pedían los habitantes de la gran ciudad que fue una vez La Habana.

Cuando sus manos se hastiaban de cheques al portador, subía a primer plano su corazón repleto de música, y rastreaba en los papeles y en el cielo los apuntes humanos que iban dejando otros poetas. Así encontró los versos conmovidos del chileno Pedro Mata, y completó con aquel resquemor titulado “La guinda”, una de las canciones que el hombre no debiera olvidar. Con ella también soñó mi madre, y en el recinto breve que sería su vida, las alas de ese canto flotaban con liviandad diaria.

Otras muchachas le creyeron también, y ahora se olvida que escribió y cantó más dolores espléndidos; algunos, con verdadero humor, que es la manera más sutil de esconder la sangre que la pasión dispersa. Así supo decir con desgarrada gracia, en su bolero “Las novias pasadas”, que necesitaba nuevos licores para su vida, pues se refería a aquellos amores como un “néctar tomado”. Lo afirmó con una frase que a esta altura del feminismo puede herir, pero era su verdad: “Las novias pasadas/ son copas vacías”.

Como todos, llamó “pecadoras” a las mujeres, aunque también, a la usanza, se ponía a sus pies, y derramaba lágrimas de acíbar. Les colocó otros adjetivos que lo incluyen sin discusión en la Trova Cubana: “diosas, vestales, ninfas, divinas presencias. Y, como los otros, voló con la metáfora que rozaba lo cursi, y los cabellos rubios eran, en su lenguaje, “coronas doradas”. Pero eso nos lo hace vivo y humano. Así lo sintió aquella muchacha que necesitaba soñar, y que un día fue mi madre en este mundo.

En otro de sus grandes temas: “El pobre Adán”, fue fraternal y hasta un poco burlón con la lástima hacia aquel lejano padre que se arrancó una costilla para hacernos sufrir por las mujeres. Quizá esa mirada tan diferente le llevó también a ser distinto en el rasgueado del bolero.

Murió en La Habana en 1965, mi madre no lo supo.

Ella siguió tarareando por los caminos aquella canción de coraje y esperanza. Como esperando que algún árbol de los que hirió, le lanzara una flor para aferrarse.

El nombre de su amor ya fue borrado. Nuevas muchachas en el mundo graban en la corteza de su alma otras señas de amor.

Eusebio Delfín se ríe en secreto, allá en el bosque eterno. A veces llora por la inconstancia humana.

Él nos lanzó la flor que pedíamos a cambio.

Ramón Fernández-Larrea, en Barcelona, 23 de febrero del 2003.

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